El modelo económico, político y cultural de nuestra sociedad conforman un auténtico frente de guerra contra la vida, veremos el porqué. El 16 de octubre se celebra el Día Internacional de la Soberanía Alimentaria de los Pueblos. La Soberanía Alimentaria es el derecho de los pueblos a decidir su forma de producción, distribución y consumo de alimentos basada en el respeto a la Madre Tierra y a las culturas, produciendo de forma agroecológica, alimentos sanos, diversos y accesibles. Este término fue acuñado por el movimiento de la Vía Campesina que agrupa a organizaciones de campesinas y campesinos de todo el mundo para la defensa de la Tierra.

El progreso y el desarrollo económico en las sociedades industrializadas han traído una sobreabundancia de alimentos, pero no ha tenido en cuenta algo fundamental, como nos indica la antropóloga y ecofeminista Yayo Herrero, que somos seres ecodependientes y que es imposible el crecimiento ilimitado en un espacio, nuestro planeta, que tiene límites físicos insoslayables. La huella ecológica media mundial es del 150 %, es decir, nos estamos comiendo literalmente los recursos que las generaciones posteriores no podrán disfrutar y generando residuos que la Tierra ya no es capaz de procesar. Esto se traduce en desequilibrios que la ciencia, por mucha fe que se tenga en ella, ya no es capaz de resolver, porque ni ella va a tener ya los recursos y medios necesarios, y porque fenómenos como el cambio climático son ya irreversibles. El criterio prioritario de la producción de alimentos en la agroindustria y la ganadería es la máxima rentabilidad, la acumulación y el dar respuesta a los intereses de los inversores. No se puede pensar en un mundo equilibrado ecológicamente en términos de capitalismo. El capitalismo verde es un oxímoron, un imposible, un contrasentido. La alternativa a esta economía capitalista la define el filósofo Jorge Riechmann como una economía homeostática, que podemos definir como una producción que tiene en cuenta los límites biofísicos de la tierra, el stock de materiales, el cubrir las necesidades humanas (de todas y todos, no solo de los países enriquecidos), todo ello sin contaminar ni dañar el medio ambiente.

Lo que hacen las macrogranjas industriales, de las que en nuestra Comunidad tenemos buenos ejemplos, es aprovecharse de una legislación demasiado permisiva que posibilita el beneficio privado y socializa el gasto derivado, que se traduce en la contaminación de acuíferos y ríos que se deben sufragar de forma pública y cuyos problemas derivados repercuten en toda la población. Esto es algo habitual en la economía imperante: cuando compramos una leche de origen industrial a 70 céntimos en una gran superficie, al igual que cuando compramos una camiseta en el Zara por 5 € o un mueble del Ikea, nos sale muy económico porque no estamos pagando el “precio ecosocial” del producto, es decir, el coste que tiene para el medio ambiente, las emisiones de CO2 derivadas del transporte o la explotación laboral que se da en las y los trabajadores en países empobrecidos. Eso lo vamos pagando, queramos o no, en contaminación atmosférica, de las aguas y en el cambio climático, o la pagan otras personas sufriendo sus daños colaterales y convirtiéndose en refugiadas climáticas o económicas.

Cuando el Relator de la ONU sobre la Pobreza y los Derechos Humanos visitó en 2020 a las trabajadoras marroquíes que recolectan la fresa en Huelva, calificó sus condiciones de trabajo en el campo como “inhumanas, rivalizando con las peores que he visto en ninguna parte del mundo”. Y, por desgracia, esto es habitual en las recolectoras migrantes también en nuestra Comunidad que, como sujetos vulnerables y privados de derechos y abocados a la clandestinidad por la Ley de Extranjería, se ven obligados a aceptar las deplorables condiciones que les ofrecen.

Es necesario re-localizar la producción alimentaria, volver a apropiarnos de los bienes comunes y defenderlos. Se necesitan nuevas normas y nuevas instituciones al margen de la mercantilización y el lucro privado. Una economía alternativa y cooperativa y un modelo de ciudad, de transporte y energético totalmente diferente al existente, al mismo tiempo que revalorizamos la vida rural y el trabajo de las pequeñas producciones agroecológicas.

Esto supone tomar medidas drásticas pero cuya urgencia es, no ya recomendable, sino vital para la supervivencia. Los recursos para la transformación existen, el problema es que se derivan a sectores que no sólo no ayudan, sino que van en sentido opuesto, como el conductor suicida que entra en dirección contraria en la autopista. La dirección prohibida la llevan los trenes de alta velocidad que no van a ninguna parte, la especulación con la vivienda y con la energía, y la producción insostenible de alimentos. La vereda del desarrollo sostenible la encontramos en la soberanía alimentaria y energética, la vivienda como derecho y las alternativas ecofeministas de desarrollo, solo así podremos construir un futuro en el que quepamos todas las personas y en el que la vida sea posible en condiciones dignas para todas ellas.

Asamblea de Soberanía Alimentaria Navarra / Nafarroako Elikadura Burujabatzarako Asanblada