asada la noche de San Juan, lanzados al fuego los malos momentos (imagino que covid y coronavirus serán dos de las palabras que más ardieron) y planteados los buenos deseos, mirando al cielo y tocando el agua, ya no hay marcha atrás en este nuevo verano que se abre. El verano del covid, el de la incertidumbre, el de los pequeños planes, el de los reencuentros, el del miedo también a que la enfermedad ataque de nuevo y nos vuelva a parar y el de la prevención para intentar que no pase. Pero en definitiva, el verano de este 2020, el único que vamos a ver y el que tenemos que vivir, con toda la intensidad y energía que podamos. Aprendiendo a movernos en un tiempo nuevo. Es el presente, lo que nos toca, y es en ese presente en el que hay que dejarse llevar sin grandes pretensiones, sin pensar demasiado, porque ahora más que nunca lo que sueñas y proyectas puede dar la vuelta en un instante. Por eso creo que es bueno ser capaces de apostar por sueños pequeños y alcanzables, por ilusiones posibles, para que se cumplan y así ir acumulando satisfacciones después de estos meses en los que dar positivo se volvió negativo. Este no es El año sin verano, como la novela de Carlos del Amor; no hay año sin verano, lo tenemos ya, es nuestro y hay que vivirlo, con su tiempo lento, sus noches cálidas y sus estrellas fugaces a las que seguir lanzando sueños de verano.