an pampurrias. Esos políticos que manosean la pandemia, con los padecimientos y temores que comporta, a modo de munición diaria partidista en lugar de aportar lo mejor de sí mismos al interés general de minimizar los daños de esta crisis sanitaria y económica. Olvidan que están ahí para dispensar soluciones además de críticas más o menos legítimas y que las instituciones no son trincheras sino espacios de diálogo primero y de acuerdo a la menor ocasión después. Pero en estos días de furia en los Parlamentos se estila la política emocional que excita las peores pulsiones a la búsqueda frenética de titulares, cortes y retuits, derivando a los tribunales su renuncia a alcanzar consensos incluso básicos, tal cual denuncia la propia judicatura. Un desistimiento consciente porque la grosería obtiene más eco que la argumentación, lo que urge a una reflexión en profundidad en la profesión periodística para no seguir contribuyendo a esta degradación del debate público y al consiguiente enconamiento social. Esa autocrítica debe extenderse entre la ciudadanía en su condición de corpus electoral, pues la dialéctica razonada y respetuosa no se impondrá hasta que el insulto y la provocación se penalicen en las urnas. La mala política, de todo signo y en todo lugar, no puede ni debe resultar rentable.