Miguel Bosé entró en la Transición a golpes de unas caderas ahogadas por un ajustado pantalón, patadas al aire tipo Kung-fu, melena que competía con la de Rafaella Carrá y bailes sin pausa que rompían la estética estática de tipos como el brasileño Roberto Carlos, clavados frente al micrófono como estatuas parlantes. El chaval sonreía más que cantaba, la televisión le adoptó como un icono de los nuevos tiempos y generó uno de los primeros movimientos de fans antes de que Los Pecos arrasaran en el mercado. Todo el mundo tarareaba sus estribillos (a mí, que soy un poco raro, me gustaba Noche blanca en Munich, canción ñoña de la que supongo ya no se acuerda ni su autor). Bosé ha vivido de aquel primer impulso y de algunas remezclas y colaboraciones de éxito, y con el paso de los tiempos de un personaje que ha ido modelando del rechazo a todo lo que le rodea, o eso me parece. La pandemia le ha puesto en el foco por sus comentarios negacionistas y ha devuelto a la actualidad a un hombre ahora de mirada en fuga y voz ahogada. Jordi Évole ha hecho dos entregas de una entrevista con el cantante Jordi Évoleen la que lo más sustancial es cuando este se niega a contrastar lo que defendía como creencias sólidas (formadas en internet, confesó) con un científico competente en la materia. Por si le desmontaba los argumentos, imagino. Cayó en su propia trampa. Y es que los efectos colaterales de la pandemia también afectan a los mitos, y dejan su piel al desnudo cuando actúan como humanos.