Molesto porque le habían retirado el banco en el que acostumbra a descansar sus huesos en la Plaza del Castillo, un hombre de avanzada edad manifestaba días atrás que la instalación de barras de bar portátiles acabarían convirtiendo este espacio en un basurero. No solo apuntaba al descuido de la clientela puntual con los recipientes vacíos, sino a todo aquel que transitara por el lugar o acudiera a los diferentes eventos musicales y optara por no tirar de la cadena. Pese a su larga experiencia en la vida se quedó corto: a las diez y media de la noche del día 6, uno de los lugares emblemáticos de la fiesta parecía un vertedero; los contenedores estaban rebasados por infinidad de bolsas, en los porches se amontonaban recipientes de plástico que eran restos de mil botellones, el suelo estaba sembrado de todo tipo de restos y mucha gente orinaba donde podía sin pensárselo dos veces. Entiendo la dificultad de introducir a esa hora en semejante enjambre humano maquinaria de limpieza, pero la imagen era un canto a la inmundicia. Y no estoy responsabilizando a las barras sino a los que parecen cómodos chapoteando en el estercolero. Y viene por delante un multitudinario fin de semana.