Dicen que es una secuela de los incendios que sufre el sur de Francia. Restos de humo y vegetación calcinada que flotan en el aire y que han realizado un trayecto de trescientos kilómetros. No sé yo. A mí, esa boina que cubría ayer Pamplona como polvo del Sahara en suspensión, ese olor que se metía en las casas como si hubiera quedado olvidada una sartén en el fuego, ese cielo ceniciento me huele a los últimos rescoldos de la fiesta.

Durante nueve días Pamplona a hervido en una actividad incesante; los cuerpos ardían por dentro y por fuera, el suelo de las calles quemaba tras el paso de toros y mozos, se encendían llamas de pasión de combustión rápida, saltaban chispas bailando tras las txarangas, con los gigantes o en las verbenas. Todo ese caudal no se apaga en las pocas horas que transcurren entre el humo de las velas consumidas en el Pobre de Mí y el amanecer aún candente del día 15. Es más, las últimas brigadas de jaraneros tratan de agarrarse a los rescoldos de los Sanfermines como a clavo ardiendo.

Las mangueras de los servicios de limpieza, mientras, esparcen agua para borrar todo resto incandescente, para sofocar lo que queda de la fiesta. Esa capa que ayer aún cubría la ciudad...