El lanzarse desde un balcón no es una práctica inventada por turistas británicos empapados en alcohol en garitos de Magaluf (Mallorca). Arrojarse o caerse o precipitarse ya eran antes del boom de guiris en las playas eufemismos que trataban de ocultar bajo el paraguas de un lamentable accidente casos que tenían un tufo insoportable a ejecución. Durante el franquismo, la policía usó esa estrategia para justificar las muertes de Julián Grimau y Enrique Ruano durante su detención. También personas acusadas de pertenecer a ETA como Xabier Galparsoro y Miguel Arrasti fallecieron al caer desde una ventana, según defendía la versión oficial. Es el mismo desenlace y la misma explicación que el régimen de Putin ha propalado ahora tras el suicidio de Ravil Maganov, presidente de Lukoil, la mayor petrolera privada del país, una firma que había lamentado en marzo las consecuencias de la invasión rusa en Ucrania. Maganov, de 67 años, estaba ingresado en el hospital por un ataque cardíaco y tomaba antidepresivos, según las agencias oficiales de noticias, como si eso justificara algo. No se trata de un caso aislado; diez oligarcas rusos han muerto en extrañas circunstancias desde que comenzó la guerra. No piensen mal: no los mataron, se cayeron.