Coincidiendo con la celebración en Gernika de dos jornadas organizadas con motivo de la presentación de la iniciativa Un grito por la paz, el fin de las guerras y el respeto a la legalidad internacional, impulsada por la ONU cuando se cumplen 88 años del bombardeo de la Villa foral del 26 de abril de 1937, la política española ha pasado la semana envuelta en ese debate actual del rearme, el gasto en Defensa y el lenguaje belicista. Con la participación de líderes religiosos, políticos y de la sociedad civil y una renovación de la cercanía de Gernika con Auschwitz, las jornadas continuarán en Sarajevo y Nagasaki. Dos caras de una misma moneda: la que refleja la inhumanidad de las guerras y la que muestra las políticas que abandonan los derechos humanos y ahondan en los caminos que siempre conducen a destrucción y muerte de la mano del inmenso negocio de la muerte.

En ese contexto, el presidente Sánchez anuncia una inversión de más de 10.000 millones de euros en Defensa para cumplir con las exigencias de Trump. Tampoco será suficiente y vendrán nuevas exigencias. Lo importante es que esos 10.000 millones son dinero público, forman parte del bien común del conjunto de los ciudadanos, y la decisión se ha adoptado sin pasar siquiera por un mínimo control democrático. La medida ni tenía consenso en el seno del Gobierno de coalición, porque Sumar se oponía, ni ha sido sometida al debate y aprobación del Congreso. No parece de recibo. Los lobbies armamentísticos ya están lanzando en sus altavoces la importancia de invertir en armas para el empleo, las empresas y la economía. También en Navarra resuenan. La zanahoria es que no son gastos para la guerra, sino para la defensa y están destinados a las empresas aeronáuticas y de ciberseguridad.

Pero creo que Sánchez debería ser más claro: como ciudadanos tenemos derecho a saber para qué es ese gasto y qué empresas se van a beneficiar de esas compras, quiénes forman sus cuerpos directivos y de accionistas y donde están ubicadas. Es un mínimo obligado para quienes aportan esos 10.000 millones, que no son ni de Sánchez ni de su Gobierno, sino del conjunto de los ciudadanos. Quizá no haya una mayoría de acuerdo con ello. Dice Sánchez también que no va a suponer un recorte en las políticas del estado de bienestar o mayor deuda, pero es inevitable recordar a De Guindos y otros dirigentes de los gobiernos de Rajoy prometiendo que el rescate bancario de la crisis de 2008 no supondría ni en un euro a los ciudadanos españoles, y ya se han pagado decenas de miles de millones. Los caminos de la guerra no son buenos, porque nunca llegan a buen puerto.

Que se lo pregunten a Marlaska, que ha vuelto a quedar en ridículo tras comprar balas por su cuenta a una empresa israelí que Sánchez ha tenido que anular tras la nueva crisis de Gobierno al hacerse público. Que Marlaska llegara a ministro con el PSOE ya es un misterio, pero que continúe años después en el cargo tras las pifias del caso de espionaje Pegasus, la masacre de Melilla, la decena, al menos, de condenas que acumuló del Tribunal de Derechos Humanos de la UE por no investigar denuncias por torturas e incumplir así las obligaciones de su cargo, es un misterio mayor. Ni dimite por vergüenza ni se le cesa por inepto. El lenguaje de guerra sigue ganando espacios.