Donald Trump regresó a la Casa Blanca el pasado 20 de enero. Desde entonces, su afán de protagonismo y su ilimitado egocentrismo, unido a que desempeña uno de los cargos más influyentes del planeta, le han permitido acaparar titulares a base de giros de guion y meteduras de pata de quien inspira cualquier cosa menos confianza. Su mandato discurre entre amenazas arancelarias y un falso discurso pacificador.
De hecho, entre sus promesas figuraba que pondría fin a la guerra de Ucrania en 24 horas. Semejante bravuconada no se la creía ni él. Hasta el punto que en marzo, apenas 15 días después de humillar públicamente a Zelenski tras una caótica reunión en el Despacho Oval, se enmendó a sí mismo y reconoció que había sido un “poco sarcástico” cuando vaticinó un rápido acuerdo en este conflicto que camina hacia el cuarto año sin atisbo de solución. Su fracaso como negociador no le arredró. En agosto forzó una cumbre con Putin, al que recibió en Alaska con alfombra roja al más puro estilo Hollywood, que tampoco aportó avance alguno a la guerra que se libra en territorio ucranio.
Ahora lleva varias semanas de anuncios y cancelaciones de una nueva cumbre con Putin con escasos visos de cuajar. Entre tanto, ha sido partícipe del alto el fuego en Gaza que Israel rompe cuando le da la gana, al tiempo que ha retirado parte de la ayuda militar que EEUU ofrecía a Ucrania para engordar el negocia armamentísico de su país. Solo en 2024, las ventas de material de guerra estadounidense a España ascendieron a 2.907 millones de dólares, casi el doble que el año anterior. Una cifra que en absoluto satisface al mandatario yankee, que sigue exigiendo a Sánchez que eleve el presupuesto en Defensa, porque sabe que su país sería el principal beneficiario. En este escenario, pensar que de verdad quiere terminar con la guerra quien obliga al resto de países a comprar sus armas no es creíble: suena a Trumpantojo.