desgraciadamente el 5 de junio sigue siendo un día que nos recuerda todo lo mal que los humanos venimos tratando al Planeta Tierra, llegando a un punto donde posiblemente superemos los límites de temperatura tolerables.

El cambio climático global forzado por la actividad humana y la destrucción acelerada de la biodiversidad son desafíos actuales a los que deberíamos dar soluciones urgentes. Sus efectos son de alcance mundial y de una escala sin precedentes. Como nos avisa la ONU, si no tomamos medidas drásticas ya, será difícil, costoso y doloroso adaptarse a los efectos en un futuro próximo. Pero, ¿cuál es el riesgo real para los humanos? Entre otros, la desestabilización global de ecosistemas debido a la extinción de especies, las grandes oleadas migratorias, pérdidas de vidas humanas y bienes materiales debido a las catástrofes provocadas por el cambio climático, con aumento de hambrunas y enfermedades...

Según cita el economista japonés Y. Kaya sobre los escenarios futuros de emisiones de gases contaminantes, dependen a escala global de cuatro variables: poblacional, el producto interior bruto (PIB), la energía utilizada por unidad de PIB y las emisiones de CO2. Está en nuestras manos el reducir las emisiones de CO2, pero existen condicionantes poderosos, como que la población mundial siga creciendo en los próximos 50 años, pasando de los cerca de 6.900 millones actuales a un máximo de 9.500 millones previstos. O que se mantenga como un dogma indiscutible el dominante paradigma socioeconómico asumido, de que el PIB mundial pueda y deba seguir creciendo indefinidamente. Desarrollo y capitalismo es todo uno inseparable. Es como una bicicleta que si no das pedales se cae. Por desgracia esa filosofía del progreso a nivel planetario ha llevado en los dos últimos siglos a la destrucción de los hábitats naturales de la mayor parte del planeta y al cambio climático.

Si de verdad queremos limitar los efectos de lo que sin duda está ya en marcha, deberíamos poner en práctica por una parte, algo que los humanos hemos olvidado y deberíamos recuperar, como es el concepto “del límite”. Esto significa limitar el crecimiento poblacional, productivo, económico, de consumo, de despilfarro, de la movilidad... y un largo etcétera. Por otra parte, resulta imprescindible acelerar la descarbonización de la energía con una verdadera revolución energética. A otro nivel, si presionamos a los gobiernos, estos tienen en sus manos legislación ambiental suficiente para impulsar, que aunque pudieran dañar inicialmente a la economía, supondría por lo menos garantizar un futuro no lejano. A esto habría que añadir el poner en práctica soluciones potentes, arriesgadas y puede que impopulares: entre otras implantar la tasa ecológica a toda la actividad económica, productiva y comercial, o exigir que los polígonos industriales y las comunidades de vecinos generen su propia energía o realizar plantaciones masivas de arbolado o limitar el uso del automóvil, etcétera. En suma, una verdadera revolución pendiente técnica, social y ética.

¿Pero a qué estamos dispuestos los ciudadanos a prescindir en nuestras vidas? Por ejemplo, los viajes vacacionales y de otro tipo generan cuantiosas emisiones de C02 a la atmósfera. ¿Renunciaríamos a viajar? Más ejemplos entre miles. ¿Somos conscientes de las emisiones anuales que emiten los viajes del Inserso, o los becarios de Erasmus, o los desplazamientos de los equipos deportivos y acompañantes a lo largo del año por la geografía española y a veces europea, o la energía que se consume en los estadios de fútbol, etcétera? ¿Renunciaríamos a cambiar continuamente de vestimenta, de móvil, de ordenador, de televisión... a la ducha diaria, a reducir el consumo de producto animal, a comprar alimentos no envasados con plástico, a vivir en pisos compartidos...? Estas preguntas estamos obligados a hacernos si es que queremos de verdad que nuestros hijos y nietos hereden un planeta donde los impactos brutales anunciados hagan difícil la vida. Sin duda, conllevarían limitar el crecimiento económico y el progreso, que en el fondo no es tal sino todo lo contrario y que por desgracia está instalado fuertemente en el imaginario social... pero no hay otra solución. Renunciar ahora a productos y servicios prescindibles supondrá tener acceso a los imprescindibles en adelante.

No es justo poner en el mismo nivel destructivo a todas las personas y sociedades (ricas y pobres), naciones (despilfarradoras y sostenibles), gobiernos (concienciados y negacionistas). Ni tampoco hacer a todos por igual las mismas críticas y exigencias, pero la realidad es que nos encontramos en una circunstancia de emergencia climática planetaria, a la que todos de una u otra manera hemos contribuido, también nuestros antepasados, aunque lo ignoraran.

Con todo, ante la pasividad generalizada con la destrucción del medio ambiente por parte de la sociedad, los partidos políticos y sindicatos resultan esperanzadoras las señales de alerta que con sus movilizaciones están dado los jóvenes europeos (por lo que les tocará). A la vez entristece la ignorancia e inoperancia de los padres, que deberían conocer el sufrimiento que soportarán sus hijos si seguimos mirando a otro lado.

El autor es miembro del Consejo Navarro de Medio Ambiente