bucear en lo que cada uno de nosotros hicimos cuando los tiros y las bombas formaban parte de nuestro paisaje suele romper muchos espejos. Nadie dijo que recordar fuera fácil. Pero eso es parte del proceso, quienes fueron en el mismo tren que ETA deben adaptarse a un nuevo escenario, y si es por convicción mejor. Porque el ejercicio de la violencia, o la defensa de la misma, embrutece y deshumaniza. De ahí que tengamos que reconstruir pieza a pieza el paisaje moral que nos rodea.

En nuestro caso además, la ética adquiere una centralidad evidente. Porque aquí la garantía de no repetición no se refiere tanto a la aparición de una nueva banda terrorista, sino a la no repetición de los valores y las ideas que hicieron posible el tiro en la nuca. En ese marco de preocupaciones la deslegitimación social de la violencia es lo prioritario, por urgente, por determinante.

La memoria es frágil y a veces no aguanta ni una generación. En el futuro quienes no han vivido la crueldad del asesinato, se pueden ver cautivados por la épica de la violencia que no se ha sufrido. Por eso, necesitamos ciertos anticuerpos para que no se extienda el odio, para que no sedimente, para que nadie vuelva a creerse en el derecho a decidir quién vive y quién no. Romper lo que Grossman llama fascinación ante las ideas grandilocuentes, en cuyo nombre todo se convierte en lícito, es importante.

Y en ese contexto los homenajes a presos de ETA rompen el itinerario de la paz y la convivencia. En primer lugar porque pareciera que quien sale de la cárcel por matar a alguien merece el aplauso social, y eso es tanto como creer que en el ejercicio terrible de la muerte algo mereció la pena. Aparece por ello una cultura de la violencia y del odio latente, que emerge de vez en cuando, y que resulta sonrojante, porque hay una exhibición cruel, orgullosa y carente de empatía; las bengalas, las pancartas, los aplausos en el espacio público tienen más que ver con el “fuiste un ejemplo de entrega” que con el familiar “maite zaituztegu”.

En esa garantía de no repetición, son importantes las representaciones públicas porque nos desnudan ante nuestras intenciones de futuro. Y ese futuro de convivencia choca con la existencia de una identidad política que se construye sobre el desprecio al dolor de las víctimas.

Estos homenajes, es obvio, vuelven a colocar a las víctimas en una zona gris en la que el silencio y la soledad se convierten en algo presente. Pero también atacan a la propia sociedad, porque esos homenajes, y la representación que conllevan, son un ataque a las bases éticas más elementales, sin las cuales no podemos construir sociedad.

Mirar y callar ante el odio satura de silencios el espacio público. Precisamente por eso, la cultura del odio es la última de las cosas que se suelen gestionar en los procesos post-violencia, porque afecta, directa o indirectamente, a una mayoría social. Quienes asesinaron, quienes lo justificaron y quienes le quitaron gravedad o quienes nos piden normalizar los homenajes a los presos de ETA, agrandan una cultura del odio que es fatal.

Las heridas de nuestra violencia reciente están abiertas todavía y supuran, sobre todo, por la parte donde se coloca, como un aguijón, esa cultura del odio, cuyo ejemplo más público son los homenajes a los presos y sus justificaciones.

Para la paz hace falta una mentalidad de paz, una sin la otra no tiene sentido, porque la paz como los valores no pueden ser intermitentes. Por eso la ética tiene tanto poder sanador, porque es aplicable a situaciones que incluso no nos gustan. La universalidad es pues un elemento importante de la ética y los valores, que requiere coherencia en el cierre de heridas. No es aceptable acudir al acto de recuerdo a una víctima de ETA y creer que el homenaje al victimario es algo a normalizar.

Una creciente sensibilidad social y unas víctimas organizadas que nos han ido poniendo el foco sobre aquellos sitios hasta ahora ocultos, nos interpelan y nos invitan a cuestionar estos recibimientos, porque no podemos dejar para el futuro, como una tarea pesada, el desafío de la paz.

Trabajemos, entonces, por la ética de una memoria responsable y coherente; las siguientes generaciones nos lo agradecerán, porque solo así romperemos definitivamente y para siempre la infinita cadena del odio, esa sin duda es la mejor garantía de no repetición y el mejor homenaje.

El autor es miembro de la asociación Gogoan-Memoria Digna