producto de la química. Algo así sostienen algunos deterministas que además hacen del instinto fe. Sin negar la composición orgánica de la humanidad -en su conjunto y también individual- su putrefacción final es innegable, existe un grado de capacidad retentiva poco desarrollado que guarda el embrión de una impronta eternizable que se muestra especialmente en el arte. Cuando se juzgan -una temeridad esto de juzgar- los actos de los hombres, es necesario saber quién lo hace y desde qué lugar mental sucede todo el proceso. Es por esto que si se evalúa el grado de justicia en una transacción inmobiliaria, se debe poner en la balanza si el beneficio del vendedor guarda el suficiente grado de equidad para no convertirse en un robo. Ambos, la justicia y el robo pueden defenderse pero existe un parámetro ancestral que, sin manifestarse sabe si se ha obrado mal. Se trata de la inteligencia intuitiva, que no puede medirse pero que es infalible. ¿Es la intuición un producto de la química? Responder a esto es una de las actividades más apasionantes que conozco. Se supone que nuestro sistema neuronal activa nuestra condición inteligente mediante procesos que un buen neurólogo explicaría sin posibilidad de oposición. La cosa sería así y asá y nada puede oponerse a ese discurso. Por debajo de ese análisis de condición científica o paralelo a él, algo de enjundia indivisa nos dice que el hecho intuitivo llega de un modo ético de análisis que procede del espíritu una vez agotada la concatenación de impulsos neuronales en el cerebro. Es la ética cuya estructura es primaria, quien establece la bondad o no del acto mercantil. Que actuemos de un modo acorde con ella o no es otra cuestión. Sólo de la ética nace el arte que es la humanización de la intuición y del instinto. De algún modo se domestican éstos valores que están fuera del alcance de la química porque se producen una vez agotada ésta. Cuando abro cada mañana la ventana de mi estudio y veo las montañas plenas de majestuosidad y misterio, bruñidas por la caricia de un sol amarillo y leve y siento el impacto de tanta belleza, el sentimiento trasciende cualquier intento de definición y abraza todo mi ser en un estremecimiento inmortal. Penetra dentro de mí y no tiene fin, no puede tenerlo. Toda esta maravilla es eternizable y yo mismo lo soy aunque regrese a mi trabajo y olvide -o crea que olvido- tanta maravilla. El estremecimiento es permanencia y no deviene de ninguna ecuación química. Es y poco más puede decirse. Sólo éste empeño por saber tiene aunque sea de un modo embrionario, una estructura espiritual que es poesía entendida como vía de conocimiento y como el único lugar donde nos hemos aproximado -sólo aproximado- a la verdad entendida como acto continuo y perenne. Siempre que sintamos el ser poético en todas sus infinitas manifestaciones habitaremos ese infinito que no admite mayor abundamiento. No hay nada que pueda determinarse y la anticipación es a menudo un error y una lotería que pagamos con demasiado dolor. Sí existe una ecuación en la que creo. Esperanza es igual a espíritu. Es cuanto digo, por ahora.
El autor es escritor