En el marco de la Europa de entreguerras, dos hitos históricos marcaron de forma estrepitosa la suerte del viejo continente. En primer lugar, la República de Weimar, nacida en 1919, en una Alemania recién derrotada en un conflicto mundial devastador como jamás se había visto antes. El embudo al que se encaminaron las rivalidades imperialistas trajo consigo una gran debacle. Sería el primero. En segundo lugar, se produciría el advenimiento de la Segunda República en España en 1931; mientras que Europa iba a girar hacia el fascismo, en la península cobraba un impulso inusitado el final de la monarquía. Ambos regímenes se convirtieron en democracias fallidas.

El más longevo de ellos fue Weimar. Iba a alumbrar una época dorada en las letras y en las ciencias alemanas. Los felices años 20 dieron lugar a la reconstrucción de un país antaño muy militarizado, viendo como se enfrentaba a problemas intestinos de revoluciones de izquierdas (el movimiento espartaquista) o derechas (el Puch nazi) e inestabilidad. Pero a lo largo de la década demolería las viejas estructuras monárquicas dando lugar a un sistema parlamentario. Pero, en 1929, se produjo el crack de la Bolsa de Nueva York y éste iba a ser un factor clave para dañar, gravemente, a Weimar. La flamante crisis que sacudió Europa, y que afectó tan duramente a Alemania, dio alas a movimientos e ideologías de masas como comunistas y el nazismo. Pronto, el sistema comenzó a enfrentarse a una serie de problemas internos que no supo cómo solucionar, desvelándose una gran fragilidad parlamentaria ante el temor a una revolución comunista que se adueñara no solo de Alemania sino de toda Europa. A lo que habría que añadir, la habilidad del nazismo de seducir a millones de ciudadanos en un revitalizado, pero pervertido, nacionalismo ultramontano. Así, en 1933, Alemania incapaz de recuperarse de la crisis social, política y económica que le azotaba, veía como Hitler era elegido canciller y, enseguida, con la ayuda y colaboración de otros partidos conservadores iba a demoler la democracia.

Para el nazismo, Weimar iba a simbolizar una desgracia, la humillación de la gran nación germana, un periodo decadente e infame. Todos conocemos qué deparó todo este totalitarismo y militarización y, finalmente, el 1 de septiembre de 1939 otra guerra.

En ese ínterin, antes de que Hitler y los suyos se hicieran con las riendas del Estado alemán, en España, un 14 de abril de 1931, se proclamaba la Segunda República. El país había ido dando tumbos desde hacía unos años, desde la derrota de 1898, y aunque se había quedado al margen de la Gran Guerra, no había sabido impulsar políticas de desarrollo adecuadas. La monarquía borbónica veía como unas elecciones municipales se convertían en un plebiscito contra un sistema de la restauración (1874-1931) agotado y sentenciado. Ni la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), ni los vanos intentos por configurar nuevos gobiernos sirvieron para detener la ola de descontento. Así, se produjo el advenimiento de la joven democracia que fue recibida con alegría y un baño de multitudes en las calles, pero que acabó de una forma desastrosa, con una guerra civil y una dictadura cruel y vengativa. Las realidades a las que se tuvieron que enfrentar ambos regímenes fueron muy distintas en su aspecto exterior. Alemania era una sociedad industrial desarrollada que lidiaba con un militarismo que la había abocado a una guerra terrible. España era un país eminentemente agrario y atrasado, con enormes contrastes entre campo y ciudad, y un sistema político caciquil en amplias zonas del país. Y aunque no era una sociedad militarizada, el Ejército había cobrado siempre un papel muy importante en la política interna con sus pronunciamientos. La suerte y el devenir de ambos fueron, así mismo, dispares. En Alemania, fueron los partidos políticos y los ciudadanos que, en aras de querer atajar lo que se creía un mal mayor, el comunismo, permitieron que fueran los nazis, populistas y ultranacionalistas, los que acabaran por destruir la democracia e instaurar una dictadura.

En España hizo falta la intervención militar y eso derivó en una cruel y homicida guerra civil. En ambos casos, las libertades fueron devoradas por un nacionalismo extremista. No hay duda de que los sistemas democráticos europeos siempre se han enfrentado a grandes desafíos, y es evidente que no siempre han salido victoriosos. Al contrario. Han debido darse unas tragedias aún mayores que las que se creían iban a evitarse para comprender que ningún régimen autoritario, pretoriano o totalitario puede igualarse a la democracia liberal. Por eso, Weimar y la Segunda República deben servirnos de experiencia y modelo para entender las realidades actuales.

El pasado nunca se repite igual a como sucedió antes. Por eso, las diferencias con nuestro presente pueden ser poco evidentes, pero, en cambio, más sutiles. Y Europa, la vieja Europa, nunca está exenta de enfrentarse a sus peores pesadillas. El avance de la ultraderecha en muchos países provoca estupor porque la clase dirigente tradicional parece estar cometiendo el mismo error de alemanes y españoles, al presentarse dividida y no darse cuenta de quién es el verdadero enemigo: la intolerancia, el autoritarismo y el miedo. El envejecimiento de la población, las migraciones externas procedentes allende la europea occidental que provocan un choque cultural, el deterioro de las condiciones de vida, la miseria, el racismo, el extremismo y la intolerancia, realidades a las que nos debemos enfrentar cada día, pueden ser muy proclives a delegar nuestra confianza en fuerzas que traen consigo, de nuevo, los nuevos fascismos del siglo XXI y que pretenden únicamente socavar nuestras libertades (las que damos por supuestas) y hacer quebrar la convivencia, erigiendo muros de intolerancia e inhumanidad. Olvidar, pero, sobre todo, no entender las experiencias del pasado, en el que se desvelan las debilidades de la democracia, pueden traer consigo horrores. Europa no puede permitirse desperdiciar tales lecciones.

El autor es doctor en Historia Contemporánea

Así, en 1933, Alemania incapaz de recuperarse de la crisis social, política y económica que le azotaba, veía como Hitler era elegido canciller

Los sistemas democráticos europeos siempre se han enfrentado a grandes desafíos, y es evidente que no siempre han salido victoriosos