hace unos días se publicó la noticia de que nada menos que el 25% de la población en el Estado español es obesa o tiene problemas de sobrepeso. Y también se decía que “uno de los grandes problemas es que su ritmo de crecimiento es ya tan acelerado como en Estados Unidos. De hecho, el Estado español se sitúa como el segundo de Europa, por detrás del Reino Unido, con más casos de la considerada pandemia del siglo XXI”.

Esta noticia me impulsa a recordar que los saciados, es decir, el 20% de la especie humana, accedemos diariamente, si queremos, a un 40% más de los alimentos necesarios para el mantenimiento de la salud. Los hambrientos, el 40% de los humanos, dejan de cubrir en un 10%, igualmente diario, las necesidades básicas. Las matemáticas de la injusticia son así de claras. Lo que aquí sobra equivale milimétricamente a lo que allí resulta esencial para garantizar la vida y unos mínimos de dignidad. Seguramente, no hay distancia mayor que la conseguida entre los sobrados y los hambrientos. No hay muerte más abyecta que por inanición y sin embargo todavía es la forma más común de morir.

Hasta aquí, una más de las exhibiciones de lo que estúpidamente no llamamos guerra genocida contra nosotros mismos. Sabemos, y sobre todo los gobiernos ultraliberales, que el sistema económico imperante desata buena parte de esta hambre elemental. Mientras permanezcamos instalados en la suprema inseguridad de que los productos sean más importantes que los productores, seguiremos descendiendo la pendiente cada día más abrupta de las diferencias reales entre pobres y ricos. Que aumenta incluso en los países más poderosos del planeta. La riqueza de 447 familias del mundo es superior a la de los 3.000 millones de seres humanos más pobres. Hoy hay 14 millones de indigentes en Gran Bretaña y 40 en Estados Unidos, casi el triple que hace 20 años. En el Estado español también se agranda la distancia entre sobrados e ignorados. Lo que apenas aflora es la vinculación de estas silenciosas injusticias y masacres, con el creciente deterioro de la capacidad productiva de los suelos de este mundo, con la desaparición de especies cultivadas y con el calentamiento global terrestre y la crisis climática.

La degradación ambiental reduce todavía más que el sistema económico las posibilidades de garantizar en el futuro una ecuánime alimentación para toda la humanidad. Cierto es que ahora hay alimentos para todos, pero no mayor seguridad alimentaria al depender, todos y cada vez más, de menos especies cultivadas. Sólo tres especies vegetales proporcionan más del 50% de la alimentación humana. Sólo cultivamos en serio 120 plantas de las 30.000 aptas para nuestro consumo. Los monocultivos han hecho desaparecer aproximadamente al 80% de las variedades de animales y plantas que eran cuidados y cultivadas por los agricultores del mundo al comenzar el siglo.

La globalización uniformadora no sólo llega a través de los medios de comunicación, sino también de lo que entra en nuestros estómagos, cada día más igual para todos. Por otra parte, las capturas pesqueras permanecen estancadas desde hace una docena de años, cuando éramos unos 700 millones de personas menos en el mundo. El desierto crece por la combinada acción de la agricultura química y el calentamiento de la atmósfera. De ahí que las campañas y los acuerdos para paliar el hambre en el mundo no puedan ir separados ni por un instante del empeño de que nuestro derredor sea correctamente utilizado para sostenernos y alimentarnos. En suma, la paz de los estómagos llegará, cuando el mundo rico decida suspender la guerra que mantiene contra los pobres y contra la naturaleza.

El autor es experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente