La devoción actual por las ciencias particularmente denominadas como cognitivas, cuyos campos son la mente, el cerebro y lo computacional e informático, nos remite en cierta forma a la determinación del arte clásico como mímesis e imitación; un procedimental mundo de apariencias y simulación. En este sentido, no dejan de ser esclarecedoras, en sumo grado, las manifestaciones del epistemólogo Mario Bunge cuando advierte: “La llamada ciencia cognitiva pasa por alto el hecho de que todo lo mental sucede en cerebros, los cuales son estudiados por las neurociencias. Y lo que éstas explican no son algoritmos sino leyes naturales.” Aunque si bien en la significación del mundo percibido como apariencia de una representación tal vez tengamos que ir algo más allá, en una marcha que forzosamente habrá de ser heterocrónica, o no será, bajo el influjo delator de que la dirección ahora asumida por adaptación al medio paradigmático conduce indefectiblemente al imperio intencional de un trascendentalismo tecnocrático.

Decir esto no es otra cosa que afirmar que todo lo que decidamos hacer ha de ser evaluado desde un punto de vista dominante basado en la centralidad de los intereses políticos mediados por el economicismo tecnocratizador del discurso y la praxis, aun de la cotidianidad, actuales. Nuestra visión lineal del cómo acontecen las cosas, del devenir progresivo es engañoso. Obedece a una realidad que es más lo que algunos pocos quisieran que quisiéramos que fuese que aquello que realmente es. De esto, en momento dado, ya dieron cuenta pensadores como Owen Barfield, que en su estudio sobre la idolatría, Salvar las apariencias, al respecto de la apreciación del período medieval reclamaba el que:

“...realmente no basta con que advirtamos el hecho de que el hombre medieval se expresaba de manera y en términos totalmente diferentes de los que a nosotros nos resultan naturales; también hemos de preguntarnos por qué lo hacían así. Además de producir representaciones en la percepción y la memoria, los hombres las reproducen en su lenguaje y en su arte. Éste es, en efecto, el modo en que las representaciones devienen colectivas. A través del lenguaje y del arte tradicional compartimos sin esfuerzo las representaciones colectivas de nuestra época y nuestra comunidad”.

A falta de mayor información, la apariencia se hace imprescindible al conducirnos por el aspecto de las formas devenidas; es decir del cómo fueran imaginadas, de ese mundus imaginalis en la definición de Henry Corbin, mundo intermedio que busca la potencial otredad del mismo.

Recuerda Bunge cómo en el conflicto entre partidarios del realismo y del empirismo estos últimos nunca pudieron prescindir de la visión humana que es aquella que trata de discernir sobre los fenómenos o apariencias, puesto que a fin de cuentas no puede haber apariencias sin sujeto, constituyendo este antropocentrismo un rasgo más que evidente del pensamiento primitivo. Esta última, según matiza, es la visión desde Tolomeo a Hume, Kant, Comte, Mach y Carnap. Más cercanamente, José Luis Molinuevo recuerda, por su parte, cómo siendo fiel a sus principios la estética de la forma creada por Schiller trata de una “cultura creadora y salvadora de apariencias”; añadiendo: “La apariencia es el ser de las cosas, no hay nada detrás. Y este es precisamente el signo de las culturas digitales.”

Cabe recordar aquí, que fuera Kant el filósofo al que debemos la noción de lo trascendental como “todo conocimiento que se ocupa, no tanto de los objetos, como de nuestro modo de conocerlos en tanto que éste debe ser posible a priori”; siendo, al parecer, que la manipulación del objeto en su doble acepción de cosa y finalidad nos conduce indefectiblemente al eidos y a su derivada, la ideología. Mientras Leibniz buscaría una armonización, Kant intenta someterlos críticamente al imperio de la razón. Atrapados, como parecemos estar, en la era misológica, de profundo odio a cualquier tipo de racionalidad por pequeña que sea, aún cuando esté fundamentada en el complicado arte del sentido común, la pandora caja abierta se beneficia del instrumental ritual teúrgico por el que todo parece funcionar.

El a priori de la sociedad de la info-comunicación y del consumo, tercera fase del industrioso capitalismo imperante, consiste en ser un matematismo en estado cuasi-puro. Esta y no otra es su ideología. Lo que hace afirmar a Bunge de éste, primero no ser una ciencia o ser un exceso de la misma, y que aún constituyendo la matemática “el centro de la roseta de los saberes” no deberíamos perder de vista el hecho, denunciado con anterioridad, de que sean los matemáticos aquellos sujetos que “pueden darse el lujo de ignorar las ciencias de la realidad porque no se ocupan de ésta sino a pedido de físicos e ingenieros.” A través de la crítica al imperio de la que fuera originaria la arábiga visión algorítmica, Evgeny Mozorov nos habla de la psicopatología del hipercapitalismo, llegando a hacer incluso de la necesidad del relacionarse y de la amistad un completo negocio. De ahí la importancia de lo relacional de la que hablaremos más adelante.

Como urgente solución a este exceso, Bunge plantea la urgencia de un enfoque sistémico en el cual tengan cabida el resto de saberes, conocimientos y especialidades, siempre en línea con el factor principal que corre riesgo de extinción: el de la imprescindible reflexión previa a la toma de decisiones. Nada de esto es facilitado por el exceso de información por un lado, y por el minifundio en el que se ha convertido esa parcela del conocimiento que es la especialidad. Esto último, unido a la increencia generalizada, la desafección hacia los mundos de la política y del arte oficializado, está consiguiendo que la manipulación de las conciencias desde la élite sea más fácil que nunca, y buena prueba de ello es la naturalidad con que encajamos la merma en todo tipo de derechos que diera lugar al tímido movimiento de la reformista Indignación de la mano de Stéphane Hessel ciertamente vilipendiado como si se tratara de una anacrónica manifestación del resurgir comunista.

El autor es escritor