rimero hubo de crearse el embrión del propio embrión. Si se hizo por un choque de energías brutal o por cualquier otro procedimiento es algo que no es esencial, siéndolo y mucho. Primero hubo de nacer Adán, o fue Eva la que inició nuestra estirpe, y si fue un homínido ancestral también lo llamaremos Adán a él y Eva a ella. Somos gente agradecida. No sabemos qué homínido fue el primero en llegar a una tierra que surgió de aquel cataclismo y que acaso no sea sino una misteriosa esquirla desprendida. Parece que Adán y Eva intimaron a causa de otra más íntima explosión y posaron sus reales en este lugar Caín y Abel. No detallaré de qué manera procrearon Caín y Abel siendo ambos masculinos. Lo dejo a la providencia que sin duda proveerá. Parece que Caín mató a Abel y nunca sabremos por qué. Desde ese instante, nosotros, homínidos dotados de un intelecto superior, no hemos dejado un instante de matar. Las formas son infinitas y los motivos se diluyen en su misma ponzoña. Nunca hay motivos para matar. El que mata cree que obtiene un beneficio con esa acción, y puede que lo obtenga en un primer momento exultante, pero en el devenir de la vida siempre se vuelve contra él. Se han creado leyes que castigan el crimen individual, el que se comete por motivos de interés personal, pero se premia el asesinato de miles de personas de una sola vez con fines nobles. Se legitima el asesinato por la patria, la fe, la ideología, etcétera. Este binomio personal- colectivo opera desde hace siglos con medida alternancia o de manera conjunta sin mayores problemas de conciencia. No induce ni al cuestionamiento ni a la reflexión.

Existe otro grado de asesinato colectivo que ha llegado hasta nuestros días y qué quizá los primeros homínidos no contemplaron, y menos aún Caín que, al eliminar a Abel, dejó el terreno expedito. Qué pensará Eva cuando observa lo que hacemos en este tiempo tan ciego como desbocado. Creo que nos absuelve, pese a todo. Ella. Eva. El grado al que me refiero es el asesinato pasivo. Es lo que trae el desequilibrio, que es injusto desde su propio enunciado. Esta bendita tierra se ha desarrollado mucho en algunos lugares y poco o nada en otros. El gran desarrollo se ha producido porque sus valedores han sabido utilizar el asesinato colectivo como herramienta que horada, nutre y despeja el camino. Si estos valedores encuentran oposición, o simplemente estados naturales de convivencia, se los elimina y asunto cerrado. Estos valedores -el llamado primer mundo-, ha legitimado el crimen colectivo mientras persigue con saña el crimen individual, el hurto en sus propiedades privadas o la sola exigencia de una reparación.

No iré muy lejos ni en el tiempo ni en el espacio, ni tampoco daré cifras que, por desgracia, todos conocemos de sobra. En las aguas del Mediterráneo se ha dejado morir -el valedor primer mundo- a miles de personas que, llegados desde la desigualdad, desde el asesinato colectivo, solo buscaban vivir con dignidad. Hemos dejado que se ahoguen. Y esto es un hecho muy concreto, de un sufrimiento inenarrable. Cada una de estas personas ha ido dejando poco a poco de respirar en un atroz estado de angustia donde el tiempo y el espacio pierden su propia condición. Mueren privados de oxígeno en una suerte de horror incombustible que eclosiona y todo desaparece. Y no hacemos nada. Nada.

Creo que Adán y Eva no pudieron prever nada de esto, aunque quizá Caín, siquiera de un modo muy primario, pudo sentir que aquella muerte de su hermano conduciría, sin remedio, a otras muertes y a otras y a otras más, y sobre todo a la obtusa creencia de que el crimen es un derecho, y si es colectivo y silencioso mejor que mejor. Ahora sufrimos -el primer mundo y el otro- el hostigamiento de un criminal virulento a quien no podemos culpar, o quizá -este sí- ejerza un derecho de defensa. El virus pandémico ejecuta y de qué manera lo hace. Resta protegerse y pensar. Siguen llegando cientos de personas desde el Mediterráneo, seguirán llegando más. La muerte pasiva tiene ahora dos vertientes y ambas contienen omisión. Una nace de un modo absurdo de supremacía, la otra también. No somos víctimas inocentes. No lo somos.

El autor es escritor