as fuerzas de Castilla y sus mercenarios, conjuntadas con las de los beamonteses nabarros, enardecidos por el triunfo de Noáin, junio de 1521, encabezadas por Luis de Beaumont, condestable de Navarra y conde de Lerín y lugarteniente del virrey castellano y capitán general, todo eso era junto y a la vez, marcharon por el camino de Santiago francés, para arrasar a cañonazos el castillo de Donibane Garazi, la llave del reino así nombrada por los nabarros y a la que le dio Fuero Felipe III de Nabar en 1328. La ciudad, situada a la ribera del río Orrobi, fortificada y comercial, ya había sido reducida un septiembre de 1512 y, en ese año de desgracia de 1521 en que se perdía la independencia de un reino, la artillería castellana la bombardeó durante 21 días. Y la derrotó.

Fue tal como en la batalla de las Termópilas: 300 nabarros en la defensa de Mendiguren, enfrentados 1.000 hombres que defendían la causa del flamante Carlos I de España, nieto de Fernando de Aragón. La plaza cayó finalmente por el asalto de la caballería de Diego de Vera, cuyos hombres violaron mujeres, asesinaron niños y ancianos, en el afán de que no quedara nadie para rememorar los sucesos, anulados por siempre jamás. Los conquistadores arrestaron a Joanikot de Arberoa, su alcalde, junto a Juan Remíriz de Bakedano y Juan de Jaso, hijo del señor de Jaso.

Llevaron a Joanikot a Iruña, prisionero del capitán Villar. Tras un juicio de 24 horas y sin respetar lo convenido en la rendición, un juez, designado por el almirante de Castilla, determinó lisamente que siendo Joanikot y sus capitanes del ejército español lucharon por el bando francés -no mencionó el reino de Nabarra en su retorcido argumento-, y serían ajusticiados por traición. El capitán Martín de Ursua testimonió que el delito del capitán Joanikot fue defender la fortaleza, que daban como española en sueldo francés.

A Joanikot, que fue beaumontés pero cambió de bando al ver la crueldad de sus actos y la falsedad de su causa pues iba contra la naturaleza de Nabarra, se le asignó la muerte de los plebeyos, dictaminada por el juez felón, satisfecho de cumplir con su deber de dar gusto a sus amos. Ordenó, sin temblor en la voz, ese 26 de agosto de 1521, que el alcalde de Donibane Garazi, fuera atado a una reja de hierro y arrastrada por caballos, discurriendo por las calles de Iruña, mientras un pregonero a toque de tambor, detallara su traición: que siendo español jugó a ser francés. No se hablaba de Nabarra.

Las gentes lo pensaban así, pero aterradas por la fuerza desplegadas de las autoridades militares que gobernaban sus vidas desde 1512 a este 1521, tras diez años de rebeldía continuas, enmudecieron, pues el castigo era espantoso. A la vista estaba expuesto, en ese antes y después de los sucedidos entre dos reinos rivales y emergentes que se disputaban el terreno baskon fronterizo, con tanta codicia como perversión, para hacer del Pirineo, barrera.

Joanikot, sin perder el ánimo pese a la injuria física y moral, exhausto por el arrastre por el barro, accedió al cadalso, levantado a prisa en un jardín de Iruña, y malherido y ensangrentado, tuvo el arresto de levantar su cabeza y defender con su última voz en el último instante de su vida, en el anticipo de su muerte, en su entrada a la eternidad, que no era traidor pues su juramento de lealtad como soldado nabarro fue al rey Enrique de Nabarra, su señor natural. No fue mucho lo que dijo, fue más lo que calló.

El verdugo, impaciente por cumplir su aborrecible cometido, apretó con sus manos feroces la cuerda que sujetaba el cuello de Joanikot, aplastando su garganta, machacando su tráquea con gesto certero y fuerza implacable. Nuestro héroe fue soportando la muerte por asfixia estremecido por los estertores terribles que convulsionaron su cuerpo hasta el final. Cuando quedó rígido, con la boca abierta como queriendo emitir un grito de protesta, tieso el cuerpo que fue vida y movimiento, lo bajaron del cadalso y empezó la operación del desguace de miembro por miembro, realizado por un carnicero experto, para exhibir esos despojos en las puertas de la ciudad.

Aquello era un charco inmundo de sangre, carne, vísceras, heces y orina, de naturaleza humana ultrajada en su dignidad. El verdugo separó la cabeza que en vida fue hermosa de Joanikot, para exponerla en una picota, en el centro de la ciudad, escarmiento de cualquier espíritu díscolo que pudiera haber desde ese día y para siempre en Nabarra. Se conminaba desde el bando vencedor y cristiano, al pueblo rendido y hereje según Bula papal, al silencio, a la sumisión, a la rendición absoluta por los siglos de los siglos venideros. Por siempre jamás.

Eso quisieron los vencedores de aquella contienda, como la de todas las contiendas humanas. Pero la memoria histórica prevalece sobre la falsaria exposición de los hechos y hoy recordamos a Joanicot como héroe de Nabarra. Porque pese al sacrificio vital que supuso su condena, prevalece en el devenir de la Historia la razón de la verdad y de la justicia, el estoque que rompe el nudo gordiano que quiso retorcer los sucedidos de Nabarra. Seguimos en la reclamación porque la causa es justa.

La autora es bibliotecaria y escritora

A Joanikot, que fue beaumontés pero cambió de bando al ver la crueldad de sus actos y la falsedad de su causa pues iba contra la naturaleza de Nabarra, se le asignó la muerte de los plebeyos