ace algunos días, en un artículo publicado en un periódico de ámbito nacional, varios expertos en redes sociales se pronunciaban sobre el fenómeno de la tristeza en Internet, destacaban cómo en este último tiempo la Red se ha convertido en una especie de valle de lágrimas, en un receptáculo que acoge con los brazos abiertos cualquier comentario que denote un estado depresivo, ansioso, angustioso, de desánimo o de baja autoestima, que haga referencia a un bajón prolongado o incluso a una enfermedad mental padecida por su autor.
Otros analistas citados en ese texto de Karelia Vázquez consideran que se trata de una nueva estrategia utilizada por ciertos internautas para seguir siendo populares en la comunidad online. Así, Janis Whitlock, profesora de la Universidad de Cornell, asegura que esos individuos "creen que la depresión, la ansiedad o el trastorno bipolar los hacen especiales". Y con tal de atraer el interés de sus seguidores en el curso de esas conversaciones sobre salud mental, "exageran y dramatizan" a medida que "van creciendo la atención y el reconocimiento" mostrados por aquéllos.
Si bien es verdad que lo vivido durante los últimos años, la pandemia, la guerra de Ucrania y la crisis económica provocada por ambas, ha contribuido a un incremento de las patologías psíquicas, sobre todo entre los jóvenes, y, por tanto, las ha hecho muy atractivas como contenido para las redes sociales en una versión low cost, es decir, abaratada, simplificada y frivolizada, hay otro factor que debe mencionarse a la hora de explicar todo ese llanto derramado, ese drama desplegado en Internet. Me refiero a la necesidad obsesiva que sienten muchas personas de convertir su vida en una novela trepidante que atrape desde el principio al lector.
Sí, en este punto se produce una confluencia inevitable entre la literatura y la realidad o, dicho de otro modo, aquí ocurre que la ficción popular que constituye la mayoría de las historias publicadas en forma de libro está saltando a la vida real (incluida la existencia online), contaminándola de algún modo. Así lo demuestra, o esa misma visión comparte la revista Mashable, también citada por Vázquez en su artículo, cuando afirma que "ser feliz en Internet es muy de 2015, que ahora para conseguir atención, seguidores y validación hay que tener traumas, proclamar la tristeza, practicar la languidez y romantizar la angustia".
Más allá de todo esto hay una especie de malentendido. En la vertiente literaria de esa enorme confusión, en el ámbito de lo que se escribe, se ha extendido la idea de que las tramas deben consistir en un torbellino de acontecimientos, en una sucesión vertiginosa de cosas que les ocurren todo el rato, sin apenas interrupción, a los personajes. Y el asunto no acaba ahí. Esos hechos deben ser lo más estrambóticos, extraordinarios, extremos y traumáticos posible. El protagonista debe sufrir toda clase de crisis personales, afectivas, sociales y profesionales para saciar o satisfacer al lector. Debe terminar tarde o temprano en la cárcel, en el hospital, en el manicomio, en un centro de desintoxicación de una o varias adicciones, o en el fondo de un pozo. Y una vez allí, o después de haber regresado del Gran Lugar, de la Gran Experiencia, debe contárnoslo con pelos y señales, sin escatimar ningún detalle, dando énfasis al aspecto sentimental, describiéndonos las cicatrices de todo tipo que esa orgía de dolor ha dejado en su cuerpo.
Pero lo peor llega entonces. El error se produce en el momento en que el autor de la novela, presionado por las circunstancias, por el Zeitgeist que late en la calle y en la Red, asustado por la amenaza que supone el posible aburrimiento del lector, se precipita llevando a sus criaturas demasiado pronto y demasiado deprisa a todos esos sitios, a todas esas vivencias, a todas esas situaciones críticas. Claro, lo que sucede es aquello de lo que nos advertía Carson McCullers en uno de sus ensayos cuando recordaba que "el narrador nunca debe amplificar los sentimientos de los personajes". Es decir, que debe haber siempre un correlato coherente, una equivalencia entre las expresiones empleadas por el narrador para describir las emociones de los personajes y lo que verdaderamente están "legitimados" a sentir éstos de acuerdo con el conflicto dramático desarrollado hasta esa página.
Y es que lo malo no es tanto que el argumento sea una hipertrofia de sucesos, un compendio de estados de ánimo excitados, un catálogo de trastornos repartidos entre todas las figuras en danza, sino que con frecuencia el autor no ha tenido tiempo, paciencia ni posibilidad de prepararlos, de fundamentarlos, de justificarlos dramáticamente, de hacerlos necesarios y por tanto creíbles en el contexto de la historia, en los confines del libro. Sin esos cimientos narrativos, de nada sirve que se nos diga que X es bipolar, que Y está atravesando una depresión o que Z se ha sometido a un tratamiento para superar su alcoholismo, porque el lector con cierto criterio lo registra como algo gratuito, como puro fuego artificial, no lo ve, no lo siente, no se lo traga.
Recorriendo el trayecto inverso, volviendo ahora de la literatura a la realidad, observamos cómo todo este fenómeno del exceso de drama se da a menudo en las relaciones cotidianas. Si echamos un vistazo a nuestro alrededor, si escuchamos con detenimiento lo que cuenta la gente, comprobaremos cómo muchos individuos tienen la necesidad de exagerar los pequeños conflictos que los enfrentan a sus padres, a sus hijos, a sus hermanos, a sus cuñados, a sus vecinos, a sus socios o a sus amigos, cómo hinchan cualquier roce, discrepancia o discusión convirtiéndolas enseguida en una afrenta, una diferencia, una incompatibilidad insalvable, un motivo suficiente para el distanciamiento respecto de esa persona o para una ruptura definitiva con ella. Cuántas veces hemos insistido a alguien para que nos explique por qué cortó su vínculo con otro, cuándo interrumpió la comunicación con él, en qué momento se estropeó para siempre una confianza que parecía eterna, y luego, cuando nos enteramos por fin de la razón, resulta que es una nimiedad o una estupidez, un malentendido o un desliz susceptibles de ser resueltos con una conversación o una disculpa.
He ahí otra manifestación de lo mismo, de la necesidad de transformar nuestra vida en un producto novelesco de baja calidad. A falta de tiempo o de talento para lograr algo mejor sobre el papel, muchas de esas personas incapaces de renunciar al drama recurren al espacio y a los personajes que conocen, a su entorno familiar y social. Exacerbando la importancia de ciertos rasgos singulares o anomalías de su propio carácter, creyéndose únicos por eso, desarrollan a partir de ahí y a lo largo de los años todo un entramado de conflictos personales ricos en matices, los escenifican en forma de duelos o peleas, de desplantes u ofensas, a continuación empujan los nudos hacia desenlaces trágicos, y más tarde, en plena apoteosis emocional, se lo cuentan a sus seguidores con el orgullo de quien ha levantado un rascacielos. l
El autor es escritor