El proceso que, inaugurado por la Ley de 25 de Octubre de 1839 y el Real Decreto de 16 de noviembre del mismo año, culmina con la Ley de 16 de Agosto de 1841, supuso el quebrantamiento del ordenamiento constitucional navarro. Las bases esenciales del mismo eran las siguientes: Navarra era un reino distinto y separado dentro de la Monarquía hispánica por interpretarse su unión a la misma en 1512 como eqüeprincipal; el estatus de Navarra había sido continuamente renovado por los diferentes reyes en sus juramentos que se comprometían a “amejorar los fueros y no empeorarlos”; y los monarcas debían de contar con las Cortes navarras para la aprobación de las leyes y de cualquier “hecho granado” que afectara a la Constitución navarra en una formulación de compartición de soberanía que implicaba que los reyes tenían la obligación de convocar al legislativo ante cualquier modificación de la misma.

Desde 1770 diferentes autores (San Martín, Cortés, Dolarea, Sagaseta de Ilurdoz) abogaron por la utilización sin ambages de la expresión “Constitución de Navarra” para referirse al entramado políticoinstitucional navarro, expresión que iba más allá del empleo de otras como “régimen foral”, “fueros” u otras equivalentes, transmitiendo un afán por presentar al mismo como dotado de un peso y de una legitimidad suficientes frente al nuevo constitucionalismo historicista castellano y al nuevo constitucionalismo liberal surgido a fines del siglo XVIII.

En todos los memoriales y representaciones del periodo 1780-1834 la Diputación del Reino y las Cortes navarras argumentarán sobre la base de los cánones constitucionales propios para hacer valer sus posiciones, denotando la plena asunción del concepto de Constitución de Navarra. Asimismo, incidirán sobre todo en ello cuando se tuvieron que enfrentar a las convocatorias de asambleas parlamentarias generales españolas convocadas para la elaboración de textos constitucionales para el conjunto de la monarquía.

En el caso de la Asamblea de Bayona la Diputación del Reino, tras resistirse a enviar representantes por no poder en principio representar en cuerpo extraño, insistió en la necesidad de convocar a las Cortes navarras para sancionar el texto constitucional surgido de aquella reunión. En el caso del proceso constituyente gaditano, la Diputación del Reino intentó en 1813 paliar su absoluta marginación del mismo, así como el hecho de la abolición tácita de la Constitución navarra al ser ignorada por la Constitución de 1812, y solicitó permiso para que las Cortes navarras fueran convocadas para acometer la jura de esta última, procedimiento este del que aquellas habían sido obviadas, a diferencia de las Juntas Generales de Vascongadas, en el Decreto CXXXIX de 18 de marzo de 1812. Según los testimonios de las actas secretas del congreso gaditano la petición la formularon representantes de la Diputación del Reino y fue desechada por ser las Cortes navarras “legislativas” y no poder permitirse su reunión “pues esto sería hacer compatibles dos Cuerpos legislativos en un mismo Estado”. El hecho de la existencia de esa solicitud fue recordada por el conde de Ezpeleta en el curso del debate en el Senado de la Ley de 25 octubre de 1839.

En marzo de 1820 fue Florencio García Goyena, síndico del Reino desde mayo de 1816, delegado de la Diputación en Madrid y personalidad de signo liberal que en el Trienio y tras 1834 llegaría a cargos relevantes en el seno de la judicatura y de la política, el que indicó que las Cortes navarras debían de poder reunirse para la jura exclusiva de la Constitución de 1812 a fin de que esta fuera legitimada. García Goyena realizó gestiones en el sentido que estamos indicando a través de amigos suyos que estaban en la Junta Provisional Consultiva, pero el torbellino del proceso revolucionario impidió que se materializaran. Esa propuesta de García Goyena también sería recordada en 1839 por el conde de Ezpeleta.

Por otro lado, la Diputación del Reino mantuvo posturas similares a las antedichas ante el Estatuto Real de 1834, tal y como se advierte en sus actas y en las Memorias del barón de Bigüézal, posteriormente conde de Guendulain, a la sazón miembro de aquella. De forma similar, en 1839 Biguézal, desde el liberalismo moderado, sostuvo que “un País verdaderamente constitucional, que hasta el año 1833 había estado en posesión de todas las formas y actos políticos, como el de legislar y tener intervención en un Gobierno, no era solamente foral, y por consiguiente no podía reconocer el derecho y la competencia de transigir su Ley fundamental y fundirla en otra, sino en sus Cortes con el Rey”.

Desde el liberalismo progresista no se dejará de reconocer que efectivamente los cánones constitucionales navarros obligaban a la convocatoria de las Cortes navarras. No obstante, juzgaban la misma como inútil para los fines perseguidos, y la consideraron un atolladero, presumiendo que era totalmente imposible que aquellas adoptaran las medidas imprescindibles para adaptarse al contexto del constitucionalismo liberal. Así, los liberales progresistas navarros apostarán por un proceso de modificación foral compatible con el marco de la Constitución de 1837 que corrigiera los defectos de las instituciones navarras y del estatus políticoinstitucional navarro y posibilitara un engarce positivo con el Estado, transfiriendo la potestad negociadora (y la soberanía) a la Diputación surgida de su sufragio fuertemente censitario que limitaba por término medio el derecho de voto al 5 % de la población. En esa línea se manifestó Yanguas y Miranda tanto en su Prólogo sin libro sobre la monarquía navarra de 1837 como en su Análisis Histórico Crítico de los Fueros de Navarra de 1838. Fulgencio Barrera, uno de los miembros de la comisión negociadora de la ley de 16 de agosto de 1841, también se hizo eco en su Breve reseña histórica de la Ley de modificación de fueros de Navarra de las obligaciones de los cánones constitucionales navarros a la hora de acometer cualquier transformación del entramado constitucional del viejo reino, si bien la rechazó por inviable.

De cualquier forma, llama la atención que desde el liberalismo progresista se recalcara que los motivos para no contar con las Cortes navarras estaban exclusivamente ligados a su estructura y conformación y a la desconfianza que por ello suscitaban en relación a su capacidad para autorreformarse. Ni Yanguas ni sus compañeros mencionaron nunca que desde 1813 la ortodoxia del pensamiento liberal español había dictaminado que no podían ser convocadas porque ello sería reconocer la existencia de dos cuerpos legislativos en un mismo Estado.

Por contra, en paralelo a la promulgación de la ley de 25 de octubre de 1839 y del R.D. de 16 de noviembre de ese año, Sagaseta de Ilurdoz, síndico del Reino hasta 1833, escribió desde su destierro en Valencia en diciembre de aquel año un folleto que vería la luz en Pamplona al año siguiente y en el que se recordaban los requerimientos que los cánones constitucionales del Reino establecían para cualquier modificación del estatus políticoinstitucional de Navarra. Esa obra titulada Fueros fundamentales del reino de Navarra y Defensa legal de los mismos fue inmediatamente secuestrada por las autoridades. Supuso el origen del reintegracionismo foral o treintaynueveunismo entendido como la suma de dos vectores: el uno, la denuncia del procedimiento seguido en el proceso de modificación de fueros, calificando al mismo de ilegal e ilegítimo a través de una argumentación fundamentada en el orden constitucional propio, recalcando que aquel debía ser conducido por las Cortes navarras que podrían ser reformadas en sentido liberal; el otro, la recuperación del marco políticoinstitucional previo y la restauración de las facultades perdidas. Esa doctrina conformará una tradición de larga vida en nuestra tierra que, con altibajos y reformulaciones y pese a muchos elementos en contra, llega a nuestros días.