“La doctrina del Constitucional es no conceder la suspensión cautelar”. Así decía el informe elaborado por el letrado principal del Tribunal Constitucional, Juan Carlos Duque, relativo a la medida cautelar, solicitada por el PP, para impedir la materialización del proceso legal conducente a la aprobación de la reforma del Código Penal.

Con certeza, para quienes apoyan la reforma del Código Penal, en la tensa espera de lo que el Tribunal Constitucional resolviese dos días después, es decir, el pasado lunes, día 19, este informe supuso un balón de oxígeno. Igualmente, significó la apertura de una puerta a la esperanza de que dicho tribunal no se extralimitase en sus competencias y que, por el contrario, diese muestra clara y evidente de que conoce perfectamente sus limitaciones derivadas del espíritu que informa la Constitución en el marco del entramado funcional de un Estado democrático como sistema racional.

Tras un largo y expectante día, el gozo quedó en un pozo. El Tribunal Constitucional, en una relación de seis votos a favor por cinco en contra, concedió la suspensión cautelar de la tramitación. No es cuestión de entrar en la naturaleza de los votos porque eso pertenece al ámbito de la especulación.

La caterva de apelativos y adjetivos que, en las últimas décadas, en gran medida auspiciados por los constitucionalistas de nuevo cuño, han dedicado a las Constituciones, tales como “Carta Magna”, “Ley de Leyes”, “Piedra angular del Estado de Derecho” …, han conseguido incorporar, a la conciencia colectiva de las sociedades, la idea de que las Constituciones son el principio y fin de todas las cosas y que el Tribunal Constitucional es la última ratio jurídico-política. Pero las Constituciones y, por ende, el entramado institucional que las componen, tiene sus limitaciones, no son omnipotentes, ni omnicomprensivas.

Hay algo más. Existe, cuando menos una cuestión en la que ninguna Constitución democrática puede entrar y que, por tanto, jamás será objeto de doctrina constitucional. Se trata de una cuestión preconstitucional, de la piedra angular sobre la que se construye toda Constitución de un Estado de Derecho democrático: la voluntad general, es decir, la voluntad del pueblo. En lo que al Estado español respecta, el artículo uno de la Constitución la reconoce: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado” y, debiera continuar diciendo, aunque lo da por sobreentendido, “y, además, es la fuente de legitimación de la propia Constitución”.

La proclamación del pueblo como fuente del poder y, consecuentemente, fundamento del edificio estatal constitucional no es una cuestión menor, es el dogma esencial de la modernidad política. Fueron muchos los años, los siglos en los que la fuente de legitimidad del poder residía en la voluntad de Dios. El rey de Inglaterra, Jacobo I, decía en 1610, que “la monarquía es la cosa más sublime de la tierra, pues los reyes no son solo lugartenientes de Dios en la tierra sentados en el trono de Dios, sino que Dios mismo llama dioses a los reyes”.

Como puede suponerse y destilarse de la frase, fue mucha la sangre que se vertió para doblegar el absolutismo como última manifestación de la legitimidad que venía de la Alto. La ejecución en el patíbulo ante una masa exaltada de dos reyes, Carlos I de Inglaterra, en 1649, y Luis XVI de Francia, en 1793, simbolizan el divorcio con la divinidad y la apertura de puertas al constitucionalismo de la modernidad mediante la ocupación por parte del pueblo del vacío dejado por Dios.

En el del círculo de los filósofos y pensadores constitucionalistas ingleses del siglo XVII, es donde debemos situar la génesis del constitucionalismo moderno. Son los, Bolingbroke, Milton, Sidney, Locke… quienes conformaron el ADN del constitucionalismo moderno. En sus teorías formuladas de manera conclusiva por John Locke se encuentra la genética del mismo y, por tanto, el diseño de todo aquello que de ninguna manera puede ser alterado, so pena de desnaturalizar de manera radical el sistema democrático.

Cinco son los dogmas (de carácter cuasi religioso) que sustentan de modelo liberal democrático: 1) Que el individuo tiene ciertos derechos naturales que ningún Estado puede violar sin menoscabo del Contrato Social. 2) Que el poder procede del pueblo. 3) Que su ejercicio se realiza por delegación. 4) Que se delega en tres instancias separadas: Legislativa, Ejecutiva y Judicial, sin posibilidad de interferencias y 5) Que la ley primera y fundamental de todas las comunidades políticas es el establecimiento del poder legislativo.

Respecto de este último dogma político, John Locke dice que “ninguna norma, sea de quien sea, esté redactado en la forma en que lo esté y cualquiera que sea el poder que lo respalde, tienen la fuerza de una ley, si no ha sido aprobada por el poder legislativo elegido y nombrado por el pueblo. Porque sin esta aprobación, la ley no podría tener la condición absolutamente indispensable para que lo sea”.

Es este el espíritu que inspiró los Bill of Rights (Declaración de Derechos) ingleses considerado como texto político fundacional del constitucionalismo moderno. De ahí, que la decisión adoptada por el Tribunal Constitucional, al margen de su habilitación o inhabilitación, por razón de la competencia o no de algunos de sus miembros, no sé si es un “golpe de Estado a la democracia” o “un atentado al Estado de Derecho” y, de ninguna forma, creo que en las mentes de alguno de los miembros del tribunal estuviese aquella opinión que Hamilton expresaba con rudeza: “¡El pueblo, el pueblo, esa gran bestia!”. Lo que si sé es que, utilizando paralelismos con fines didácticos, esa injerencia del poder judicial, del Tribunal Constitucional en este caso, es, cuando menos, equivalente al despropósito que para el modelo político del Medievo hubiera supuesto una generalización herética de la duda del misterio de la Santísima Trinidad.

Estimo conviene, en estos momentos, traer a colación con el fin de refrescar la memoria, la negativa apasionada, en forma de profecía, que el tercer presidente de Estados Unidos, Thomas Jefferson, manifestaba acerca de la cuestión de la potestad de revisión constitucional por parte del Tribunal Supremo establecida en los Estados Unidos, rechazada en Inglaterra precisamente la cuna del constitucionalismo. “Es doctrina muy peligrosa considerar a los jueces magistrados de la Corte Suprema (en el Estado serían los magistrados del Constitucional) como últimos árbitros de todas las cuestiones constitucionales. Es doctrina que nos sometería al despotismo de una oligarquía… La Constitución no ha creado tal tribunal único, sabiendo que, fuesen quienes fuesen los hombres que lo formasen, estos llegarían a ser déspotas, a causa de la corrupción de tiempos y partidos”.

Y, ahora, ¿qué hacemos?: “Apelar al cielo”, ¿como ante situaciones similares, sugiere el pensador y filósofo inglés John Locke, en su Segundo Tratado sobre el Gobierno civil? ¡El traspiés ha sido demasiado grave!

El autor es catedrático emérito de la Universidad del País Vasco