A veces nos sobresaltamos al conocer los delitos que se perpetran dentro de los muros de esta ciudad llamada Pamplona y de esta comunidad autónoma. A la vista de la cantidad y velocidad con que se suceden los homicidios, violaciones y asesinatos en esta provincia pensamos que cualquier tiempo fue mejor, incluido el tiempo de la tercera guerra carlista o la Gamazada. Puro espejismo. Como suele decir el refrán, “las ocas siempre tuvieron pico”.

Conociendo al ser humano como pienso que lo conoce el lector, la verdad es que no debería extrañarnos lo más mínimo. El ser humano, especialmente el hombre, sigue siendo fiel a una tradición que nunca ha dejado de cultivar por estos predios; el asesinato, el homicidio, la violación, el estupro, el infanticidio y otras desgraciadas muestras del talento humano masculino para recordar al depredador asesino que somos en potencia –como decía Aristóteles– y que ni la religión, ni la cultura, han podido aminorar, ni, menos aún, hacerlo desaparecer.

El hecho de que sigamos al pie de la letra esta tradición no significa que dicha mácula sea parte de nuestra identidad individual, menos aún colectiva, pero, al menos, debería alejarnos de esa otra perniciosa identidad pretendida que nos asocia con un Rh incontaminado de cualquier tipo de inclinaciones asociadas con la patraña, la falsedad y el fanatismo ideológico y patriótico y que, en ocasiones, nos ha llevado a destrozarnos entre sí.

Afirmaba Pascual Madoz en el siglo XIX que Navarra era la provincia del Estado con el índice de criminalidad más alto. Lo que estaba en consonancia con una nota manuscrita hallada en un libro impreso en 1838 en Burdeos que, seguramente por razones de un chauvinismo francés exagerado, afirmaba: “Un navarro en cueros, con un fusil en la mano y una buena bota en la otra, está sin duda ninguna en su estado natural”. A lo que cabría añadir el refrán popular que decía: “Amigo burgalés, zapato de baldrés, cuchillo pamplonés, líbreme Dios de los tres”. Aunque mucho peor era el sonsonete extendido por este país de “navarro, ni de barro”.

Tampoco es para que presumamos. Navarra no ha sido la única en tener un palmarés criminal tan alto. El resto de las ciudades españolas no le han ido a la zaga en este asunto que es consustancial al género humano, tengan el origen tribal que tengan. Pero nadie podrá dudar que la cosecha criminal de Navarra ha sido muy productiva a lo largo de los siglos. En mis libros Caínes Navarros (Pamiela, 1993) y Crímenes en las calles de Pamplona (Pamiela, 1995) ya di cuenta, al menos una parte de ello, en relación con la criminalidad observada a finales del siglo XIX y principios del XX.

Por esta razón, y dada la tendencia irreprimible de gran parte del ser humano a practicar este tipo de lacras, no es de extrañar que en esta ciudad se celebre durante estos últimos años el espectáculo titulado Ruta sangrienta de Pamplona.

Desde luego, existe un material excelente para escenificar algunos de los crímenes y asesinatos cometidos a finales del siglo XIX y principios del XX. En 1995, dejé escrito en tono irónico que “aún no hemos llegado, como los londinenses, a elaborar una ruta de Jack el Destripador, pero estoy convencido del éxito que tendría organizar recorridos turísticos con el sano objetivo de inculcar en quienes los realizaran un conocimiento más profundo de la ciudad que contemplan sus ojos”.

Añadía que en ese espectáculo podría figurar una dramatización de crímenes en función de la posible causa que los hizo posibles. En Navarra, la cosecha criminal siempre fue excelente, en especial los asesinatos cometidos por celos –a pesar de que Navarro Villoslada dijera que en Navarra no existían los celos–; crímenes cometidos por robo o, para decirlo de un modo general, por la estupidez, una de las causas más habituales, junto con el miedo, de sembrar el mal por donde el ser humano asienta sus reales sean forales o no.

Por si alguien considera que la exageración forma parte de este relato, recordaría que en 1906, el alcalde, el liberal Joaquín Viñas Larrondo, alarmado por el uso exagerado de armas prohibidas que circulaban por Pamplona y que “revelan instintos perversos y educación moral muy descuidada”, dictaría un Bando contra el Matonismo, amenazando a la ciudadanía con el aviso de que “todo aquel que fuese aprehendido con armas en su poder será exento del disfrute de los beneficios que el municipio concede graciosamente a los vecinos y de las ventajas que proporcionan aquellos servicios que no sean obligatorios o exigible por la ley”.

Desde que llegó la llamada Transición no consta que ningún alcalde de la ciudad haya imitado al alcalde Viñas repitiendo un bando contra el Matonismo, y no porque las estadísticas de lo criminal hayan bajado respecto a los comienzos del siglo XX.

Tampoco ayuda el Código Penal existente. Los gobiernos de España, pertenecientes o no a un Estado de Derecho, jamás optaron por una política preventiva y profiláctica de los delitos perpetrados más o menos graves, sino que se abonaron exclusivamente a la vía penal. La sociedad entera y los gobiernos sin variación, como fiel reflejo de ella, ha seguido creyendo ciegamente en la vía punitiva, en el castigo, y éste cuanto más prolongado mejor.

La pena de muerte la recuperó el franquismo, pero ni así pudo terminar con un índice de criminalidad más que sobresaliente. Al contrario, fue el franquismo quien elevó ese índice a niveles insuperables como nunca se había visto por estos pagos. Y es que, como dijo un anarquista, “el franquismo, a diferencia de los criminales vulgares, asesinó cuanto quiso y más, y sin problemas con la ley”.

Que se sepa, estos crímenes no parece que formen parte de esa Ruta sangrienta de Pamplona. Quizás algún día exista una agrupación teatral que dramatice alguno de esos asesinatos perpetrados en los días aciagos que sucedieron a aquel maldito bando de julio de 1936. Y dramatizarlos con qué fin. Pues supongo que con los mismos objetivos que han animado a los que han llevado adelante la presente Ruta sangrienta de Pamplona actual. O, como quiera que se trata de situaciones trágicas, pues cabría pensar en la finalidad que le otorgaba Aristóteles “provocar piedad y terror para que sea posible la catarsis o exteriorización de estas emociones para calmarlas y purificarlas”. Eso.