El día 19 de mayo de 1948 murió en el exilio mexicano Lorenza Julia Álvarez Resano, nacida en Villafranca (Navarra) el 10 de agosto de 1903. Sirvan estas líneas como recuerdo y homenaje a una de las mujeres más brillantes de su época, II República y Guerra Civil, como maestra, abogada y política antifascista.

Julia Álvarez fue primera en muchas cosas. Lo fue en las oposiciones a maestra celebradas en Zaragoza en 1923. Fue la primera mujer navarra elegida como diputada en febrero de 1936 por Madrid. La primera ocupando el cargo de gobernadora civil en la provincia de Ciudad Real, como magistrada en el Tribunal Central de Espionaje y Alta Traición y juez de primera instancia. Dado su extenso currículum, me limitaré a evocar su faceta como jueza y magistrada, cargos desempeñados por una mujer, hecho insólito en aquella época.

Situémonos. La Orden del 11 de junio de 1888 sólo admitía el ingreso de las mujeres en la universidad como estudiantes privados, siendo necesaria la autorización del Consejo de Ministros para su inscripción como alumnas oficiales. Gracias a la ley del 8 de marzo de 1910 se permitió que accedieran a la universidad sin permisos especiales. Sin embargo, para opositar a juez era requisito indispensable ser hombre. Y esta situación no varió durante la II República. Cierto que, en esta época, la mujer sí pudo acceder a determinadas profesiones jurídicas, pero tenía vetado presentarse a oposiciones para juez, fiscal o secretaria, pero la Orden de 16 de noviembre de 1934 negó expresamente a la mujer la posibilidad de opositar a estos puestos.

Ante tal panorama, cabe preguntarse qué sucedió para que Julia Álvarez fuese jueza, magistrada y, sobre todo, gobernadora civil. Lo que ocurrió es que durante la guerra el bando republicano no aplicó dicha norma machista y nombró mujeres para ocupar cargos reservados a los hombres. Detalle que los golpistas, no teniendo más argumentos que oponer, utilizarían la injuria para ridiculizarlos.

Táctica nada nueva. El semanario Navarra. Semanario de acción católica, escrito básicamente por José María Iribarren y su hermano, a “la Julia” se la calificaba como “la oradora de voz varonil, la oradora “tambor” que sabe hacer redoblar las erres con inefable furia…” (octubre de 1933). Y de Victoria Kent, el periódico El Debate decía que “hablaba en hombre” (2.10.1931). Y, siendo justos con la verdad, hay que recordar que el doctor Marañón, que pasaba por liberal, afirmaba de Concepción Arenal que “junto con el corazón más femenino de su tiempo, poseía un cerebro enteramente varonil”, concluyendo que “la mujer científica o artista es un producto de degeneración”. En definitiva, las mujeres tan brillantes o más que los hombres, si lo eran, se debía al fondo, “ocultao de machos camuflados” que llevaban en su ADN.

Terminada la guerra, los golpistas suspendieron a Julia Álvarez en el ejercicio de la abogacía. Lo acordó la Junta de Gobierno del Colegio de Abogados de Madrid el 25 de agosto de 1939. Su nombre apareció, junto con 58 abogados más, entre ellos Jiménez de Asúa, Manuel Azaña, Álvaro de Albornoz, Victoria Kent… Se repetía el mismo acto que en 1936, cuando el mismo Colegio, entonces republicano, suspendió a los abogados facciosos, entre ellos a José María Gil Robles, Alejandro Lerroux, José Antonio Primo de Rivera, etcétera… Con una diferencia. El pretexto común acusador era apelar a la ideología republicana o fascista de los encausados y expedientar a quien no compartiera idéntico pensamiento. Pero el criterio aplicado a Julia y a Victoria, además de acusarlas de republicanas y marxistas, se les imputó “ausencia de feminidad”, lo que ocasionaba “su dudosa moralidad”. Bueno, en el caso de Julia hay que recordar que en su pueblo, en pleno golpe, se gritaba en las calles “Muera Julia, la puta del Congreso”, por estar casada por lo civil con un divorciado.

Fue depurada como maestra de la Graduada nº 28 San José de Calasanz de Madrid por la Comisión depuradora nº 3 de Madrid (1940-1941) con “la resolución de la separación definitiva del servicio y baja en el escalafón respectivo.” Lo habitual. En 1945, sería condenada “a la pena de tres mil pesetas de multa e inhabilitación absoluta como abogada”. En su caso, como en el de la mayoría de los políticos republicanos exiliados, resulta ridículo hablar de sentencia, pues no hubo juicio, lo que no impidió “declarar probado que había sido diputada socialista y gobernadora civil en 1937”, siendo condenada exclusivamente por el desempeño de ambos cargos. Nunca por haber cometido delito de sangre.

El franquismo se encargó de relegar al olvido perpetuo a Julia Álvarez, Victoria Kent, Margarita Nelken y Clara Campoamor. En su lugar, el régimen las sustituyó por las damas egregias de la Sección Femenina de la Falange y de Acción Católica. Su discurso lo resumió Diario de Navarra de este modo: “Ya no tiene que temer la mujer lo que temía cuando se lanzó a la lucha, ni por qué perder el tiempo en discusiones y en cosas que nunca fueron femeninas. Ahora, a ser reina del hogar, porque ha recobrado ese derecho que posee desde su nacimiento y que la revolución le quiso arrebatar para verla entregada a las miserias políticas de congresos y congresillos donde los hombres tanto daño hicieron a las buenas costumbres españolas” (26.4.1939).

Y, como dijo Pilar Primo de Rivera: “Las mujeres nunca descubren nada: les falta algo, desde luego, el talento creador reservado por Dios para inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer nada más que interpretar mejor o peor lo que los hombres nos dan hecho”.

Pero no es lo más triste de este recuerdo el hecho de que Julia Álvarez fuese condenada al ostracismo y a la invisibilidad más cruel por parte de los franquistas. Seguro que lo que más le rompió el corazón fue que su propio partido la echara del mismo, en 1946, y, tras calificarla de “tránsfuga”, le advirtiera que, “cuando vuelva a España, no podrá seguir exhibiendo el carnet del partido”.

Julia nunca volvió a España, pues murió en México en 1948. En 2008, el PSOE la readmitió de forma honorífica y a título póstumo en el partido. Obviaremos el hecho, quedándonos con el recuerdo y la imagen de una mujer irrepetible por su absoluta entrega y generosidad en defensa de la II República, de la democracia, de la mujer y de los trabajadores más necesitados. El resto, como diría Shakespeare, serían sólo “palabras, palabras y palabras”.