Iba con ilusión al congreso nacional de Estética que se celebraba en la bella Mallorca. Todos hablábamos español –por antonomasia– (castellano), pero había sesiones en catalán (mallorquín). No tenía yo especial problema para entender lo que decían, pues como joven amante de las lenguas leía algún periódico en la lengua de Tirant lo Blanch; gustaba que me hablaran con ella para aprenderla. No había traductores simultáneos porque eran muy costosos y algunos que venían de Galicia, Vasconia o Castilla no podían comprender bien. Se molestaron, pues era un congreso nacional y bien podían haber intentado hacerse entender por todos usando el vehículo común para nuestros pensamientos, utilizado en todo el país. Pero prefirieron marcar la diferencia, aun a costa de no hacerse entender. Buena excusa fue para mí, pues no me parecían muy brillantes las charlas que escuchaba –tal vez en menorquín– y también me salí, argumentando que solo me quedaría allí si me dejaban hablar vascuence. Ya no hubo más congresos nacionales de ese tipo y cuando los he visto en otras partes o se hacían en inglés o en castellano, internacionalizándose... Quizás eso de hacerse entender no está bien visto en nuestros días y prima la opción de marcar que uno es muy otro, de un universo mental o político muy diferente del de los demás. No a la unidad; viva la separación, la distancia, la ruptura...

Ahora la voluntad del Gobierno de introducir las lenguas de ciertas autonomías de España como cooficiales en el congreso prevé un gasto de unos 280.000 euros para intérpretes, auriculares, transcripciones, etcétera. La propuesta de convertirlas en lenguas oficiales de la Unión Europea, ya muy babélica, llevaría a multiplicar monstruosamente un presupuesto que hoy es enorme, con un ejército de funcionarios: 377 millones de euros en 2022. Otros podrían querer incluir lenguas como gaélico, frisio, corso, occitano, nopolitano, etcétera. Y todo ello cuando se expresan perfectamente en otras lenguas mayoritarias.

Si hubiera nacido en Galicia me habría gustado aprender amorosamente la lengua peculiar galaica, pero otra cosa sería intentar imponerla fuera cuando tengo otra en la que me entienden y expreso perfectamente. También preferiría usar una lengua común a ser traducido, por ejemplo, del vasco, a fin de evitar malas interpretaciones.

Los romanos en su imperio eran más sensatos y, respetando lenguas y en general creencias locales, tenían muy claro que el latín permitía que la administración funcionase comprendiéndose mucho más fácilmente, incluso donde dominaba el griego.

El pluralismo lingüístico se consideró durante siglos como una maldición que impedía a la humanidad entenderse y lo ideal sería que todos nos pudiésemos comunicar fácilmente, pero parecen pretender lo contrario: desentenderse, malinterpretarse. Motivos prácticos hacen comprensible que podamos ver como grave error destinar tantos recursos a traducirnos cuando podemos comprendernos perfectamente en castellano. Muchos sufren penurias en estos tiempos: ¿a dónde fueron los dineros?

El autor es escritor