La última reflexión que el gran escritor Stefan Zweig hará en su larga trayectora de biógrafo será sobre el ensayista Montaigne. Mucho se había escrito sobre este autor anteriormente, pero a Zweig solo le interesa destacar un detalle de su carácter cuando comprende que “solo aquél que tiene que vivir en su alma estremecida un a época que, con la guerra, la violencia y las ideologías tiránicas, amenaza la vida del individuo (...) sabe que nada en el mundo es más difícil y problemático que conservar impoluta la independencia intelectual y moral en medio de una catástrofe de masas”. 

El mismo Zweig acabaría quitándose la vida poco después, en una ciudad extraña, tan lejos de su mundo de ayer, tan lejos de toda esperanza, absorbido por la oscuridad de un nazismo triunfante y todopoderoso que solo reconocía el derecho de la guerra y del vencedor como norma de conducta. Zweig conoció al autor intelectual del sionismo, pero murió antes de conocer la Shoah, el estado de Israel, la Nakba. Estaba muy lejos de saber que las bombas caerían en Gaza hoy y cómo lo harían. Le hubiera horrorizado verlo.

Zweig estaba muy lejos de saber también que mientras la Wehrmacht se paseaba triunfante por la estepa ucraniana y rusa y los comandos especiales asesinaban aldeas enteras con impunidad, armados únicamente de la fe, la convicción y la palabra, un grupo de juristas estaba desarrollando los fundamentos de lo que sería la acusación en los juicios de Nüremberg. 

La sentencia final contra los autores de la barbarie incorporaría entre sus argumentos los conceptos de crímenes contra la humanidad. La protección del individuo y la idea de la responsabilidad penal individual de los peores crímenes pasarían a formar parte de un nuevo orden jurídico de carácter internacional. La soberanía del Estado ya no proporcionaría un refugio absoluto para los delitos de aquella envergadura, al menos en teoría. Zweig no sabía todo eso. Tampoco podía intuir que la Asamblea General de un nuevo organismo denominado Naciones Unidas se reuniría el 11 de diciembre de 1946 para adoptar la denominada Resolución 96 que fue aún más lejos, al declarar que el genocidio es un crimen según el derecho internacional estableciendo su fundamento en que sus autores niegan el derecho a existir a grupos humanos enteros. 

Igual que sucedía en la Europa de 1942, posiblemente la principal lucha de nuestra época sea la lucha por la verdad. La verdad frente a la propaganda bélica. La verdad como refugio moral, su defensa como fortaleza intelectual donde mantener a salvo nuestra integridad como seres humanos. No me cabe duda de que la convicción actual de muchos juristas, como la de los que nos precedieron, está del lado de asegurar el triunfo de la convivencia en paz mediante normas justas sobre el simple recurso a la violencia o a la guerra como único fundamento de las acciones humanas. Está del lado de la posibilidad de ser. De seguir siendo.

No me cabe duda que muchos asistimos horrorizados a las masacres que se están cometiendo en territorio de Oriente Medio, empezando por los ataques indiscriminades de fanáticos que utilizan el terror, como Hamás, frente a población civil inocente. Conocemos lo que es el fanatismo terrorista y lo hemos vivido cerca en su crueldad y en su impiedad. 

Pero, sin duda, no podemos equiparar las acciones de un grupo armado y fuera de todo orden legal, que debe ser perseguido y condenado en un juicio justo, con aquellas que un Estado comete contra población civil inerme utilizando los medios que debían procurar su legítima defensa, sin nigún tipo de proporcionalidad y cuyos dirigentes y responsables afirman la justicia de su causa en la necesidad de aniquilar a todo un pueblo que no tiene ninguna posibilidad de repeler esta agresión, ocupado militarmente desde hace años, objeto de un asedio casi medieval, privado de toda condición básica de subsistencia y esperando a que el azar decida quién vive y quién muere.

Los y las juristas solo tenemos la fe en un mundo mejor y el instrumento lento de la palabra. Siempre llegamos tarde, cuando el horror ya ha sido. Creamos ideas y conceptos, y cuando la sociedad los hace suyos, basa en ellos sus normas de convivencia. Tenemos también mayoritariamente la capacidad de discernir el bien y el mal, como la tienen quienes ahora pueden parar toda esta locura criminal. 

Sabemos que no es una cuestión de intereses materiales o geopolíticos. Es sencillamente una cuestión de justicia o injusticia. Y a todos aquellos que, llevando la mano al corazón o a su texto sagrado, cualquiera que éste sea, nos digan solemnemente que todo lo que está sucediendo es justo, solo les imagino una noche de terror bajo las bombas junto a sus seres queridos, sabiendo que son inocentes y que están pagando las acciones inhumanas de otros. Si este pensamiento no nos conmueve, si la fe en aquella declaración de derechos humanos ya no hace latir el corazón de este viejo mundo occidental, si el pragmatismo y la crueldad de quienes hacen negocio a costa del sufrimiento de los demás se apoderan de este momento oscuro de la historia, al menos yo estoy convencido de que en algún lugar hay personas que creen en la justicia. Personas que en su momento levantarán la voz en un estrado para nombrar una a una a todas las víctimas de esta atrocidad. En su defensa. En su memoria. Reivindicando su dignidad como seres humanos para que sus nombres no caigan en el olvido. 

Personas que también dirán en voz alta los nombres y apellidos, uno a uno, de sus responsables, que los perseguirán, que les pedirán cuentas de sus crímenes. Mujeres y hombres justos. Porque estoy convencido de que la humanidad no puede permitirse el cinismo como norma. Y con esa fe os doy desde ahora las gracias porque sé que vuestra valentía tendrá a veces consecuencias y, a pesar de todo, sé de dónde sacaréis la fuerza para hacerlo. Zweig al menos esto también lo sabía y así lo escribió para que tampoco se nos olvidase.

El autor es exconsejero de Políticas Migratorias y Justicia del Gobierno de Navarra