Síguenos en redes sociales:

‘Damnatio memoriae’

‘Damnatio memoriae’Javier Bergasa

Tal y como podemos consultar en el epígrafe Espacios de Memoria Guneak, alojado en la página web del Instituto de la Memoria en Navarra, la construcción del memorial “erigido por Navarra a sus muertos en la cruzada” promovido por la Diputación de Navarra y diseñado por Víctor Eusa y José Yarnoz en 1940 fue inaugurado el 4 de diciembre de 1952 por Franco.

En la leyenda sobre su historia se menciona que “este monumento se puede situar dentro de lo que se entiende por arquitectura totalitaria, aquella que se da en los países donde los regímenes autoritarios imponen su estilo arquitectónico (…). La arquitectura totalitaria de la Alemania nazi, desarrollada durante el periodo comprendido entre 1933 y 1945, influyó fuertemente en los ideólogos de la dictadura franquista. Bulevares y grandiosas avenidas (Carlos III) que desembocan en monumentos y edificios, algunos de ellos abovedados y con cúpulas semiesféricas (los Caídos); son obras que tienen un componente psicológico para lograr que la ciudadanía se sienta empequeñecida ante el poder del Estado”.

Si nos atenemos a las fechas señaladas, el monumento fue proyectado cuando el recién instaurado nacionalcatolicismo creía que la Alemania nazi iba a instaurar el fascismo en el mundo. Ideología, que, sin duda, agradaba a los gobernantes navarros en ese momento. Pero esas expectativas no se cumplieron. Así, en 1952, cuando Franco inauguró el memorial, el nazismo había sido derrotado y la socialdemocracia se instalaba en Europa, a la que ideológicamente, como vemos, Navarra no pertenecía.

Estos días, el Gobierno del Estado español ha planificado una serie de actos a lo largo del año, bajo el título España en libertad, que pretende celebrar la transformación del país tras la muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975. El objetivo de estos actos, recuerda el Gobierno, es “celebrar la gran transformación económica, social, cultural y política” del país tras la muerte de Franco; homenajear a las personas, colectivos e instituciones que la hicieron posible. A la vista de estos actos, no creo que en Iruña podamos hablar de un éxito rotundo sobre las transformaciones simbólicas de la ideología franquista. Y tampoco de un contacto serio con las personas, colectivos e instituciones que desde luego han transmitido a la sociedad desde mucho antes de la muerte del dictador, el por qué mataron y represaliaron a nuestras familias.

Es cierto que el fascismo no lo hacen los monumentos. Pero sí su legado. Porque es una forma de memoria incorporada que se transmite a través de los hábitos. Como dijo E. Canetti “el poder deja siempre clavado sus ideas en forma de aguijón”. En Iruña, el franquismo nos ha dejado este. Y la pregunta es, ¿qué hace un edificio fascista? Está claro, cosas fascistas. Hasta no hace poco refugiar a ideólogos y participantes en la masacre sobre una parte de la población que no pensaban o veían la vida como ellos querían, y habilitar un espacio donde se rezaba por esos protagonistas con la aquiescencia de los gobernantes democráticos y la bendición de la iglesia.

Con todo y por eso, cualquier intento de maquillaje de esta construcción, tal y como propone el acuerdo alcanzado entre EH Bildu, PSN y Geroa Bai, está condenado al fracaso. Y lo está, porque el monumento es el aguijón ideológico y material que apela y deforma los sentimientos y emociones de los familiares afectados por aquella masacre, que para nada, son argumentos irracionales. ¿Sería necesario entonces recordar esos asesinatos, esas violaciones, desprecios y ultrajes manteniendo unas piedras decretadas para celebrar a los asesinos? Creo que no.

No deberíamos olvidar que ese lugar simbólico del fascismo erigido para salvaguardar la memoria del franquismo, del carlismo y del falangismo navarro ocupa un espacio público que fue dado a los opresores. Por lo tanto, un espacio que también conforma el entorno urbano de la vida cotidiana de sus víctimas. Como sabemos, las ciudades son cuerpos vivos que cambian de acuerdo con las necesidades, valores y deseos de sus habitantes, y estas transformaciones son siempre el resultado de conflictos políticos y culturales. Su evolución, como sería el caso del derribo, es otra forma de oponerse a la gentrificación de nuestras ciudades que implica la metamorfosis de sus distritos históricos en sitios fetichizados por la memoria.

Como nos dice el historiador E. Traverso derribar los símbolos del pasado “lijar el pasado”, dice él, significa repensarlo desde el punto de vista de los vencidos, no a través de los ojos de los vencedores. Esto no significa que los que estamos a favor del derribo de los Caídos seamos nihilistas ciegos, no hay que confundir iconoclastia antifascista con vandalismo. ¿Con qué ojos miran los que nos acusan de irracionalidad, el derribo de la estatua de Stalin en 1956 durante la revolución húngara o la icónica caída de una estatua de Saddam Hussein en Bagdad organizada por las tropas estadounidenses en abril de 2003? Como toda acción colectiva, la iconoclasia merece atención y crítica constructiva. Estigmatizarla despectivamente es simplemente disculpar una historia de opresión.

De la misma manera que hemos dicho que las ciudades evolucionan, lo mismo se puede aplicar a las leyes, o eso se supone. La Ley 20/2022, de 19 de octubre, de Memoria Democrática, en su artículo 35.1 cuando habla de símbolos y elementos contrarios a la memoria democrática, dice: “Se consideran elementos contrarios a la memoria democrática las edificaciones, construcciones, escudos, insignias, placas y cualesquiera otros elementos u objetos adosados a edificios públicos o situados en la vía pública en los que se realicen menciones conmemorativas en exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar y de la dictadura, de sus dirigentes, participantes en el sistema represivo o de las organizaciones que sustentaron la dictadura, y las unidades civiles o militares de colaboración entre el régimen franquista y las potencias del eje durante la Segunda Guerra Mundial”.

En el punto 3 del citado artículo dice que “Las administraciones públicas, en el ejercicio de sus competencias y territorio, adoptarán las medidas oportunas para la retirada de dichos elementos”. Como hemos visto la descripción realizada por el Instituto de la Memoria antes señalada lo ha clavado. Por otro lado, el citado artículo no deja de ser una adaptación de la locución latina damnatio memoriae, que significa condena de la memoria. Según el historiador E. Strachle, a pesar de ser un concepto muy manipulado, incluso utilizado antes que lo usaran los antiguos romanos, se trata de condenar el recuerdo de un enemigo del estado tras su muerte, eliminando todo cuanto recordara a él: imágenes, monumentos e inscripciones. La citada ley así lo propone.

Una sociedad democrática también se caracteriza por su evolución. Así, que el derribo de los Caídos, basado en el castigo a un enemigo del Estado democrático como es Franco, a través de la damnatio memoriae –léase Ley 20/2022– eliminaría el monumento, sin esconder su existencia en la Historia. En este caso estaríamos hablando de una resignificación inversa a la propuesta, puesto que el relato se haría a través de la memoria histórica de los vencidos, y no como hasta ahora, por medio del guión de los vencedores.