Una de las cuestiones que más me han llamado la atención leyendo al antropólogo David Graeber, como ya reseñáramos con anterioridad, es aquella afirmación de que la época oscura en la que se sume la Alta Edad Media no lo fuera tanto habiéndose producido un avance desde la esclavitud hacia una situación pactada entre señores y vasallos, con derechos y deberes por ambas partes, fundamentalmente debido a procesos de autonomización generados a una con la decadencia del imperio romano occidental. Lucien Febvre, haciendo suya la afirmación del malogrado colega con el que fundara la revista Annales, Marc Bloc, asumía sólo en parte la postura del último cuando afirmara: “Europa surgió cuando cayó el imperio romano”. Y lo hace bajo sospecha de que esta reivindicación fuera un intento de recuperación del imperio, dada la doble desvertebración obrada en el mismo, primero fruto de su escisión entre Oriente y Occidente, y más tarde debido al debilitamiento del último cuya herencia fuera a parar finalmente en el intento civilizador de mantenimiento y restablecimiento de la unidad perdida asumido por los gestores de la idea de cristiandad. Para conseguirlo necesitaron de la implicación tanto de los hasta entonces denostados bárbaros como de esteparias influencias orientales. Un aglutinante creado a partir de cuestiones geopolíticas y religiosas, más o menos a partes iguales, redundado en beneficio de grandes señores, a veces reñidos entre ellos, pero siempre en la órbita del ideal romano, al cual, en última instancia, debían rendir obediencia y pleitesía.

Esta dinámica dio lugar asimismo a dos realidades complementarias en muchos sentidos, pero una de espalda a la otra, como fueran las realidades de las comunidades rurales basadas fundamentalmente en las necesidades más básicas de la existencia y conservadora, en parte, de las creencias paganas, frente a las urbanas, adoptando la última moda en materia religiosa y reproduciendo esquemas anclados en dinámicas administrativas heredadas del fenecido imperio que ya fuera cristiano en sus últimas centurias. En este sentido, la idea de Europa juega, en dicho autor, a ser imperio romano, al menos en su parte occidental, puesto que para la oriental se sirve de Rusia y todos aquellos países instituidos en la tradición ortodoxa. Así, al respecto, Lucién Febvre realizaba, en aquel curso que diera en el Collège de France (1944-1945), la siguiente interesante consideración:

“Nuestros libros, nuestras escuelas nos hacen creer que el papel europeo de Rusia se remonta a Pedro el Grande. Pero no es así. En realidad fue Rusia la que reanudó, la que llevó más al este, cada vez más al este, la propagación de las ideas cristianas por oriente, hacia oriente, contra oriente. Fue ella la que levantó el muro, la muralla de Europa en el este, contra Asia. Pero los europeos no conocían esa historia que se desarrolló allá a lo lejos, muy lejos, más allá de Polonia, a orillas del Dnieper y aún más allá. A los europeos no les interesaba. Los rusos reanudaron la misión de los polacos, los checos y los húngaros, desplazaron al este los límites del mundo europeo, pero no les hicieron caso, no apreciaron el esfuerzo. No se lo agradecieron”. (Explicándose, de paso también, esa inclinación al ecumenismo en intelectuales de su órbita como fuera el ejemplo dado por el ruso A. Soloviov, del que ya tratáramos en otra parte).

Ahora bien, tratar con imperios es cuestión que no a todo el mundo se le da bien, y buena parte del conflicto que vivimos hunde su raíz en la falta de comprensión de esta doble alma europea que debiera haberse ecumenizado formando parte, con cada vez mayor protagonismo de las partes desmembradas del mismo, de la entidad comunitaria europea, mediados por los grandes emperadores periféricos, en Washington y Moscú y un tercero menor, carolingio, centralizado en Bruselas, una vez naturalizada la obligada sumisión que nos hace participar del beneficio de pertenecer a uno cualquiera de ellos. Y siendo conscientes de que para la utilización analógica de esa presunta era oscura con lo que se atribuye el estado de conocimiento sobre el periodo medieval, siempre habremos de partir del reconocimiento de la particularidad de comprobación de cómo en el origen de la misma surgiera del debilitamiento de un gran poder implosionado atomizándose en pequeños reflejos del mismo, dando lugar al pacto entre señores y vasallos mantenido por la necesidad de contar con collazos y minorías de diferente extracción como aquellas de moriscos y judíos. Un vistazo a la esquematización del mismo en la representación piramidal jerárquica resalta, no obstante, el hecho de su extensión tanto en las realidades occidentales como orientales, habiéndose históricamente adelantado estas últimas una centuria larga en ello.

Hoy se ha puesto de moda hablar de tecnofeudalismo para calificar el grado de sumisión al que estamos siendo sometidos en la por muchos denominada era y mundo digital. La primera vez que leí una expresión parecida fue de la mano de Furio Colombo, en obra participada por Umberto Eco, Francesco Alberoni y Giuseppe Sacco bajo título de La nueva Edad Media (1974). Este autor planteaba como el denominado neofeudalismo tecnológico “consiste precisamente en la privatización de bloques enteros de actividad humana que se han desprendido de la estructura jurídica y organizativa del estado moderno y de su economía (organizándose) de forma autónoma, dependiente de intereses nuevos. En comparación con los originarios de la comunidad, a dichos intereses hay que considerarlos forzosamente como privados”, habría de afirmar.

Sin embargo, viendo lo acontecido hasta el momento, este neofeudalismo aparenta obrar por inversión, pues en lugar de atomizar el poder parece concentrarlo cada vez más en menos manos dentro de una trama público-privada que bajo promesa de facilitar, simplificándonos la vida, busca ir más allá idiotizando al personal. Y el error, cuando se da, siempre habrá de ser, como hemos tenido a bien comprobarlo recientemente, debido a un supuesto fallo del programador o de la programación. Nunca un error propio, que conduzca a algún tipo de responsabilidad y compensación, y mucho menos facilite lo que anteriormente era el diagnóstico fruto de un análisis, o acción, fallidas, que dé razón del porqué personalizado de un error. Razón, a efectos de dominio del mundo, por la que es el tecnoimperio, más que su versión feudal, quien impone la necesidad de contar con sus propios instrumentos de dominación, subordinados al poder político, facilitados, eso sí, tan sólo en parte, por el interés corporativo de los grandes emporios. Ellos saben que su papel consiste en una predisposición al conjunto de intereses que faciliten la prosperidad, en particular de su elite accionarial, el de las grandes fortunas, sustentadas por un poder de coacción tanto mental como policial. En definitiva, el tecnoimperio como la práctica política basada en la idea de un dominio del mundo por la técnica. Algo, en su crítica, tan propiamente heideggeriano.

El autor es escritor