Cuesta evitar que nos invada el pesimismo que flota en el ambiente. La sensación de vivir en un mundo que naufraga se generaliza. Naufraga un sistema económico que aumenta la desigualdad entre países y dentro de los países, excluye, mata, destruye el medio ambiente, promueve el despilfarro y el crecimiento infinito en un planeta finito. Naufraga el sistema político, con la degradación de las libertades –a menudo en nombre de la libertad–, la aceptación de la guerra y el genocidio, el creciente desprecio por la legalidad internacional, la constante violación de los derechos humanos. Vivimos en una sociedad enferma que sacraliza el individualismo, el egoísmo, la ley del más fuerte. Parece que el mundo carece de un proyecto liberador, falta fe en un mundo mejor, las utopías se han eclipsado y nuestra civilización va camino de la autodestrucción.

La polarización política, la crispación permanente, el recurso al miedo, sacuden a todos los países. Mengua el espíritu de compartir en lugar de competir, crece la deshumanización y la falta de valores sociales interpersonales, el relativismo moral, aumentan los discursos de odio, de racismo y de xenofobia. Avanza la no verdad, la ocultación y manipulación de la información. Por todo ello, nos vemos inseguros, desanimados e impotentes ante fuerzas que nos superan y abruman, que monopolizan el poder y se consideran por encima de todos y todo; hemos permitido que se hayan desarrollado aplastando cualquier espiritualidad y la búsqueda de plenitud humana; fomentan los peores valores, el consumismo como única forma de vida, el negacionismo de lo evidente, el todo vale, la ausencia de crítica serena, la generación de relatos interesados sobre la búsqueda de la verdad y de la coherencia ética e intelectual, la superficialidad y la cultura del espectáculo sobre el conocimiento, la irresponsabilidad individual y colectiva, el utilitarismo, el particularismo y el presentismo.

Y, sin embargo, no queremos perder la esperanza. Creemos que es posible y urgente un cambio profundo, social e individual, un compromiso ético para sanar la sociedad. Como ha dicho el historiador Timothy Snyder, “sin un sentido de lo que debería ser no podemos hablar claro sobre cómo podría cambiar alguna vez lo que es”. Además, si consentimos que nos arrebaten la capacidad de soñar, ¿cómo podremos acoger y dar vida en nosotras y nosotros a los sueños de Dios para esta humanidad tan herida y dolorida?

Hemos de reconocer la interpelación de los tiempos y no guardar silencio. Aunque nos resulte más fácil señalar los problemas que ofrecer soluciones, enfangados como estamos en un ambiente de falta de fundamentos, convertidos en generaciones líquidas y desorientadas, perdidas entre discursos ruidosos y vacíos, queremos apostar por un proyecto común de convivencia fundado sobre la recuperación de los valores fundacionales tanto de las Naciones Unidas como de la Unión Europea: rechazo de la guerra, derechos humanos, instituciones democráticas, imperio de la ley, solidaridad y justicia social.

Vivimos en sociedades en permanente cambio, cada vez más acelerado, que conllevan grandes posibilidades y grandes amenazas (crisis climática, pobreza, desigualdad, exclusión social, migraciones, conflictos bélicos). La gestión de lo común, de lo público, de la política, es muy compleja, confusa; a menudo se hace de forma poco ejemplar. Pero el devenir de nuestra sociedad, de toda la sociedad humana, es responsabilidad compartida (lo individual y lo social están siempre imbricados) y nos debe llevar a participar, también, en la política –que lo impregna todo, sea política partidista o apartidista, micropolítica o macropolítica–, cada cual en la medida de su capacidad y circunstancia, desde lo pequeño, lo cotidiano, con honestidad, amor y entrega. Toda persona tiene algo que aportar a la comunidad, tiene un papel propio e insustituible y la capacidad de contribuir al cambio que desea ver en el mundo y a las soluciones de los muchos problemas que nos aquejan.

Pese a su descrédito, la política ha de ser camino de esperanza en hacer un mundo mejor, combatiendo todo lo que deshumaniza en nuestro sistema social y tomando el poder solo como un instrumento y no como un fin. Contra el magma de desesperanza que se viene expandiendo en Occidente, el reto es avivar la esperanza, y eso solo se puede hacer buscando algo nuevo que dé sentido a la vida cultivando valores trascendentes. Sanar la política –aquejada de todas las miserias propias de la naturaleza limitada, falible y pecadora de los seres humanos– ha de formar parte de esa tarea, hemos de superar el pesimismo y el desaliento y tratar de avanzar aunque a veces sea a contracorriente. La política es demasiado importante para que los ciudadanos la dejen solo en manos de populistas, profesionales o técnicos.

Como creyentes en los valores del Evangelio, queremos mirar desde los últimos, desde los oprimidos y damnificados, desde el reverso de la historia que va produciendo víctimas, consecuencia de lo malo que vamos sembrando entre todos. La historia la suelen contar los vencedores, los poderosos, pero la historia debe leerse desde abajo. Solo saliendo de nosotros mismos, superando nuestros prejuicios, trascendiendo nuestras circunstancias concretas, escuchando al diferente, tratando de comprenderlo, saliendo de nuestro ego, haciéndonos prójimos, socializándonos y humanizándonos, podemos comprender nuestra realidad y buscar los caminos de cambio.

Firman este artículo: Jesús Ariño, Pilar Beorlegui, Mertxe Berasategui, Jesús Bodegas, Camino Bueno, Guillermo Mújica, Miguel Izu, Fco. Javier Lasheras, Vicente Madoz, Isidoro Parra, Ignacio Sánchez de la Yncera, Josep Mª Valls y Lucio Zorrilla En nombre de Solasbide