Estábamos advertidos ante el resultado electoral del país más influyente del mundo y de sus consecuencias. Ganó el poder del dinero que agrupa a los más ricos del mundo. Lo que parecían bravuconadas del jefe del grupo se está convirtiendo en decisiones tremendamente irresponsables que ponen en jaque a las sociedades que todavía confiamos en la democracia.

Constantemente escuchamos y leemos noticias que ponen en alerta la protección del medio ambiente, la salud de las personas más vulnerables que habitan el planeta, incluso la estabilidad económica de la mayoría de la población. Las vidas amenazadas porque el poder del dinero incontable acumulado por un número reducido de personas está desplazando el lugar que ocupa la solidaridad. Los propios Estados obligados a defenderse de la injerencia en sus políticas por parte de personas que no conocen otro lenguaje que el de los negocios. No hablo de geopolítica porque no me siento autorizada para opinar con conocimiento de un tema tan complejo, hablo de valores humanos.

Asistimos perplejos a persecuciones de ciudadanos pobres que se ven forzados a desalojar el país de las oportunidades. Solo son seres humanos a los que obligan por la fuerza a regresar al país del que partieron sin otro amparo que el de sus propias manos. Su currículum: criminales, gente de mal vivir que no tiene trabajo y que, por lo tanto, no tienen papeles que les acredite como ciudadanos decentes. Eso es lo que dice de ellos el jefe de esa casa grande que, además, dicen que es blanca, pero que contiene la negrura de un espíritu que desconoce la compasión.

Siento una desazón enorme cuando pienso en esos niños de todas las edades que no se atreven a acudir a sus escuelas porque temen que, al volver a sus casas, se hayan llevado a sus padres. Las orfandades forzadas por la tiranía de quien ambiciona un país sin mestizaje.

¿Qué miedo inundará las casas de personas que se ven obligadas a esconderse para no ser deportadas? Pienso en la ansiedad que les envolverá día y noche, en las conversaciones con personas que se encuentren en sus mismas condiciones, en la solidaridad entre ellos, como único medio de supervivencia. Pienso en los pequeños negocios de barrio, vacíos, donde compraban a diario las personas migrantes, y que ahora no se atreven a salir de casa. Pienso en sus propietarios, que no son ricos, que necesitan vender sus productos para sacar adelante a sus propias familias. Me pongo en su lugar e intento visualizar la preocupación que los acompaña.

Para colmo de todas las injurias, la promesa de la reconstrucción de la zona asediada, destrozada, limpia de escombros, barrida de seres humanos, de los que todavía quedan vivos. Promesa de un paraíso de playa, sol y hoteles para el disfrute de la población que disponga de dinero para unas vacaciones en un lugar limpio y seguro. Seguro porque ya no habrá guerra, porque los hacedores de la paz se han puesto de acuerdo en el reparo del botín. Ante una falta de cualquier atisbo de moralidad, el poder del dinero lo cubre todo a costa de las vidas de millones de seres humanos.

Y el mundo, ¿qué? ¿A dónde mira el mundo?, ¿dónde están las voces que, desde todos los países que llamamos democráticos, se atrevan a gritar contra la mayor de las barbaridades del siglo XXI? Estados que se dibujan en el mapa y que dependen del amigo americano no se atreven a llevarle la contraria. Por un lado y otro, ideologías de signo político que nos recuerdan la historia todavía viva del siglo pasado se nutren de la intolerancia que alimenta el odio sin ningún tipo de pudor. Los hechos que contemplamos no invitan al sosiego, aunque no conviene que perdamos la esperanza en la capacidad de reacción de esa otra parte del mundo que clama por la convivencia respetuosa, la verdadera paz.

Al menos, desde la ciudadanía, sin otra herramienta que nuestras propias voces, intentemos no ser cómplices silenciosos de tan brutal asedio a los valores humanos más elementales.