En el 110 aniversario del nacimiento de Arizmendiarrieta

en una época donde las redes sociales amplifican las voces más extremas y el diálogo parece imposible, dos figuras vascas del siglo XX ofrecen una perspectiva sorprendentemente relevante. Pedro Arrupe, el líder jesuita que lideró la Compañía de Jesús, y José María Arizmendiarrieta, el arquitecto del movimiento cooperativo de Mondragón, desarrollaron un modelo de liderazgo integrador que hoy necesitamos urgentemente.

Su enfoque, que resuena con el concepto de “verdad sinfónica” del teólogo Hans Urs von Balthasar, demuestra que la verdad no pertenece a ninguna de las partes, que se enriquece con la opinión sincera de los demás y que es posible construir puentes sin comprometer principios. Mientras nuestros líderes actuales a menudo magnifican las diferencias para obtener ventajas políticas, Arrupe y Arizmendiarrieta buscaban activamente integrar perspectivas aparentemente opuestas.

Consideremos Mondragón, el experimento cooperativo impulsado por Arizmendiarrieta, hoy una realidad pujante en la economía global. En un momento en que el mundo se debatía entre capitalismo despiadado y comunismo autoritario, Arizmendiarrieta demostró que la eficiencia empresarial y la justicia social no eran mutuamente excluyentes. Su modelo también nos recuerda que la cooperación es el fundamento de la innovación: sin una base compartida de confianza y trabajo conjunto, no es posible generar soluciones creativas a los desafíos que enfrentamos.

Arrupe, por su parte, renovó una institución centenaria sin romperla. Como superior general de los jesuitas, navegó las no fáciles aguas post Vaticano II combinando tradición y renovación, contemplación y acción social. En nuestra era de cambios vertiginosos, su ejemplo muestra cómo las instituciones pueden evolucionar manteniendo su esencia.

Ni Arrupe ni Arizmendiarrieta trabajaron solos. Su principal tarea fue atraer a personas que combinaban talento y responsabilidad, individuos que sabían darse a los demás dando lo mejor de sí mismos y sin reservas. Comprendieron que la transformación social no es obra de un solo líder, sino el resultado de una red de voluntades comprometidas con un propósito común.

La verdad sinfónica que ambos practicaron está muy lejos de un relativismo cómodo donde todas las opiniones son igualmente válidas, y de un dogmatismo rígido que rechaza el diálogo. Era una búsqueda activa de integración que reconocía la complejidad de la realidad y la necesidad de múltiples perspectivas para comprenderla. La construcción de un territorio común como motor de cambio y de innovación.

En un momento en que la polarización amenaza la estabilidad de nuestras democracias, cuando las cámaras de eco digitales refuerzan nuestros prejuicios, y cuando el “nosotros contra ellos” domina el discurso público, necesitamos urgentemente redescubrir esta forma de pensar y actuar. La competitividad económica está íntimamente vinculada a la competitividad social, y esta sólo se alcanza en sociedades integradas, donde discrepancia y tolerancia son la base de la acción colectiva.

El legado de estos líderes vascos, tan nuestros y cercanos, nos recuerda que otro camino es posible. No necesitamos elegir entre progreso y tradición, entre eficiencia y justicia, entre identidad local y apertura global. La verdadera innovación social consiste en encontrar formas en las que estas aparentes oposiciones trabajen juntas, como instrumentos en una sinfonía. Y en este contexto, el reto que nos plantea la inteligencia artificial es, en esencia, un reto social: desarrollar inteligencia colectiva, una capacidad de cooperación y organización compartida que nos permita dar respuestas conjuntas a los desafíos del siglo XXI.

La pregunta que podemos hacernos es: ¿estamos dispuestos a hacer el trabajo difícil de buscar esta integración, o seguiremos contentándonos con el ruido discordante de la polarización?

El autor es miembro de Arizmendiarrieta Kristau Fundazioa