A inicios de los 80 llegó a Tafalla un hombre que frisaba la vejez, preguntando de forma genérica por “la gente de HB; los del EGIN; los de los presos…”. Nos lo presentaron y dijo que era de Soria y anarquista, escapado en 1936 a Navarra, donde había trabajado toda la vida de albañil, como cripto, ocultando sus ideas en el ambiente hostil del franquismo. No tenía hijos, y el hombre venía a dejar su herencia, casa, ahorros, todo, “a vosotros, para continuar la pelea”. No sabíamos cómo reaccionar, pues aquello no constaba en los manuales de la militancia, pero pronto le dimos avío y el hombre acabó como mecenas de la sede local de Herri Batasuna.
Poco tiempo después, un cura navarro, abertzale octogenario, se dirigió a mí, a pesar de que yo era ateo nonagenario, y me ofreció dineros para editar determinados libros. Así lo hicimos y cuando trabamos amistad me contó por qué manejaba dinero a mansalva: en los años 60 unas filántropas navarras le habían nombrado albacea testamentario de una fortuna de cientos de millones, con los que el cura abertzale, cripto también, pasó toda su vida subvencionando utopías.
Otra más: en 1996 un amigo vascoamericano, septuagenario, me llamó por teléfono: “Acabo de recibir una herencia inesperada: un pisazo en Getxo; lo he pensado, he consultado con mi mujer y hemos decidido que no nos hace ninguna falta. ¿A quién se lo podría donar? Estoy pensando en Gestoras, o Senideak…”.
Encaminé el asunto, pero esta vez redacté una larga carta a la izquierda abertzale, titulada Propuesta de Financiación Permanente del MLNV, en la que explicaba cómo poner en marcha una fundación recaudadora de últimas voluntades, escrupulosamente legal, en pro del movimiento de liberación, del euskera, de los presos o de cualquier otra filantropía nacional. Como casi siempre, mis camaradas no me hicieron ni puñetero caso, pero en aquella ocasión acertaron: si lo llegamos a hacer, el corso español, con el pirata Garzón al frente, hubiera robado el botín.
Estos meses me ha tocado a mí preparar maletas para abordar la Barca de Caronte y, mientras andaba entre notarios y mandas testamentarias, he vuelto a repensar el asunto y hablado con camaradas de mi generación, que tienen las mismas señas de identidad: es gente que ha entregado todo a la liberación de este país, a su lengua y cultura, a sus represaliados, a la solidaridad internacionalista, a la clase trabajadora. Gente austera, que ha trabajado duro y ha conseguido engrosar, poco o mucho, las herencias familiares; gente que ha tenido pocos hijos o ninguno; gente que ya no se deja engatusar por la Iglesia, acaparadora durante dos mil años de las mandas pías que aliviaban –decían– las penas del purgatorio; gente que sabe, como decían los abuelos, que la mortaja no tiene faltriqueras y que todo hay que dejarlo aquí; gente, en suma, dispuesta a seguir apoyando las utopías desde el más allá. Cada cual la que más le motive. Con el mismo espíritu rebelde que el inolvidable Patxi Larrainzar, cuando en su testamento donó su cuerpo al Opus, “para que le siguieran tocando los cojones en la eternidad”. Cambien “Opus” por “españoles”, “capitalismo”, “torturadores” o “fascistas” y viene a ser lo mismo.
Nuestra generación militante ha sido de una generosidad sin mugas. Quien más, quien menos, todos y todas han colaborado en un esfuerzo transformador cuyos resultados están a la vista, por más que quieran ocultarlos. A la hora de ir apagando las luces de la vida, hay muchos, muchas, dispuestos a seguir la pelea, ora para que nada falte a nuestros represaliados, ora para el euskera, ora para sostener el movimiento popular, la memoria histórica, la solidaridad internacionalista… Organizaciones como Harrera no deberían tener problema alguno para sostener con dignidad, hasta el final, a nuestros paisanos más castigados.
Y hemos vuelto a comprobarlo: han bastado cuatro irrintzis para que compatriotas y camaradas se nos hayan acercado, testamento en mano y sin pedir más contrapartida que el anonimato. ¡Qué nobleza de país!
Un revolucionario, un abertzale cabal, es consecuente hasta el final de sus días y más allá. Sus sentimientos y convicciones tienen tantas raíces como semillas. Antes de nosotros hubo luchadores y otros seguirán nuestros pasos. Nuevas generaciones se partirán el pecho para que nuestro pueblo perviva, euskaldun, libre, igualitario… No estaremos, “pero es hermoso ver el mundo con los ojos de los que no han nacido todavía” nos dijo el poeta Otto René Castillo. Una donación al final de la vida, según las posibilidades y compromisos de cada cual, es el último ladrillo que coloca un militante en el edificio futuro del país y la sociedad que tratamos de edificar. Otros vascos y vascas lo disfrutarán.
Además, merced a esa maravilla de nuestro antiguo Fuero, en Navarra hay libertad de testar, dejando, eso sí, a quien algo reclame “cinco sueldos febles o carlines como bienes muebles” –moneda medieval desaparecida– y “una robada en tierra comunal como bien inmueble”, –sin especificar dónde– para que nadie se quede sin raigambre. Parece como si hasta nuestro milenario derecho pirenaico estuviera pensado para posibilitar legar con el corazón, y no con la legislación española.
Si estás interesado o interesada, no lo dudes: elije tu utopía y pregunta, como hizo aquel albañil de Soria.