La muerte del mariscal de Navarra en 1522
En una publicación reciente se incluye la biografía del mariscal Pedro de Navarra, un protagonista de la conquista que fue ejemplo de integridad personal y de fidelidad a los reyes de Navarra. En ella, el autor se sorprende porque algunos historiadores navarros, entre los que me incluyo, “hayan secundado de forma acrítica la teoría del suicidio” como causa de su muerte. Y es que, creo, cinco siglos después parte de la historiografía navarra se resiste a discernir el cómo fueron las cosas del cómo le hubiera gustado que fueran y se aferra a que se trató de “un crimen de estado”.
Aquella mañana de noviembre
El lunes 24 de noviembre de 1522, hacia las ocho de la mañana, sus criados encontraban agonizando a Pedro de Navarra. El mariscal y máximo mando militar del reino había caído preso en Isaba en marzo de 1516 y, tras dos años encerrado en el castillo de Atienza, había sido llevado al de Simancas (Valladolid). Aquella mañana el alcaide del castillo, “espantado” según decía, hizo levantar una minuciosa acta judicial para que al emperador Carlos V “y en todo tiempo y lugar pueda constar la verdad y ante toda persona” lo ocurrido. Según se dice en ella, el navarro aún tenía pulso cuando lo encontraron, estaba semivestido sobre su cama y parecía haberse desangrado por dos profundos cortes en el cuello y en el antebrazo izquierdo. Ningún signo de violencia. Al lado se encontró un pequeño cuchillo de los que se usaban para afilar las plumas de escribir y también el testamento escrito de su mano.
Se interrogó también a los criados que asistían al mariscal, porque la prisión era muy liviana, bajo palabra de no escapar. Nada de grilletes ni rejas. La mayoría eran navarros: su confesor Miguel de Arróniz, su paje Pedro de Vergara y sus criados Felipe de Vergara y un tal Charles. Desde hacía cuatro años, también un secretario llamado Pedro de Frías, que era quien dormía en la misma cámara que el mariscal. A preguntas del juez, Frías declaró que el mariscal lo había enviado a buscar a otro criado mientras su paje Vergara, por orden del noble, permanecía en una sala contigua. Este aseguraba que en el dormitorio no había entrado nadie. Todos coincidieron en que el mariscal llevaba dos meses sumido en una profunda desesperación. Estaba obsesionado con que le querían matar.
Un silencio atronador
La noticia llegó esa misma mañana a la corte de Valladolid. El embajador austríaco es el único que se hizo eco de la muerte del mariscal confirmando su suicidio y calificando de “desastre” el hecho. “Ser en cualquier cristiano es de doler, cuánto más en semejante persona”, escribe. El resto fue un silencio absoluto. Ni por parte de los poderosísimos nobles castellanos, el duque de Alburquerque, cuñado del navarro, y el condestable Velasco, el hombre fuerte de Castilla, su aliado y protector. Tampoco sus seguidores agramonteses ni su familia dijeron nada. Los defensores del crimen de estado aducen que fue por miedo a las represalias. Pero tampoco entre quienes estaban a salvo de ellas o los enemigos capitales del emperador encontramos nada. El primogénito del mariscal nunca denunció la muerte de su padre y eso que estaba luchando contra el emperador junto con sus aliados franceses. Tampoco otros exiliados en Francia como Sancho de Yesa, administrador del mariscal, o Bertol del Bayo, su abogado y embajador.
Llamativo es también el silencio en las cortes europeas. Ni siquiera el rey de Francia se refirió a la muerte del mariscal. Y eso que en todas las negociaciones diplomáticas –las últimas en Calais, un año antes– había puesto como condición para la paz la liberación del navarro. Francisco I, que tenía presos a varios eclesiásticos españoles para canjearlos por el mariscal, se limitó a liberarlos.
¿Y los cronistas? En 1534, el navarro Ramírez de la Piscina sólo escribió que el mariscal murió en Simancas. Punto. Y eso que era agramontés. Tendrá que ser el guipuzcoano Garbibay quien en 1571 diga que “era pública fama (cierta o incierta) que se mató a sí mismo”. Así que tendremos que esperar al siglo XVIII para que el navarro Alesón le rebatiera muy tímidamente echando mano de un ambiguo relato anónimo.
¿Quién podía buscar la muerte del Mariscal? Esta se produce a finales de 1522, cuando Carlos V tiene ya bajo control la situación político-militar que había sido muy delicada en los dos últimos años. Los comuneros, sometidos; los legitimistas navarros, derrotados; Francia, en bancarrota y a punto de ser invadida por españoles e ingleses.
El mariscal de Navarra contaba entre la nobleza castellana con muy poderosos aliados. Gracias a su mediación, el propio rey de España había ordenado su liberación en 1516, aunque tuvo que echar marcha atrás por la frontal oposición de su Consejo Real. En todas las negociaciones diplomáticas Francia no se cansaba de exigir la liberación del navarro. Francisco I intentó conseguirla incluso por la fuerza en el otoño de 1520. Primero, enviando al ingeniero Pedro Navarro, conde de Oliveto, para minar la fortaleza. Al no poder hacerlo, con sus aliados comuneros cuando estos tomaron Tordesillas. También Lesparré tendría orden de liberarlo al penetrar con su ejército en Castilla en junio de 1521. Los españoles sabían todo esto, pero nadie osó tocar al mariscal don Pedro.
La mácula del suicidio
Así pues, un historiador objetivo, riguroso y crítico debe concluir que no existen argumentos históricos para rebatir el relato de que el mariscal de Navarra se suicidó. Todo en él parece coherente: las heridas, las circunstancias, los testimonios (Felipe de Vergara servía al mariscal desde hacía 23 años) y, sobre todo, el silencio sepulcral de su familia, amigos, seguidores y aliados. Tampoco sabemos nada del funeral del mariscal, de dónde fue enterrado ni del contenido de su testamento.
El silencio sería la lógica reacción al suicidio de un noble de tan alto rango. Para la sociedad europea de la época suponía una mácula para el linaje. La Iglesia, el suicida se condenaba. La Corona confiscaba sus bienes. Así es comprensible ese silencio atronador que hallamos en las fuentes históricas. La idea de un “asesinato de Estado bien planeado” carece de soporte documental y no surgirá claramente hasta el siglo XIX entre unos historiadores navarros profundamente católicos y ya inmersos en una historiografía plenamente romántica. Para los historiadores actuales, a la vista de un análisis crítico de las fuentes y del contexto histórico, la tesis de la muerte por suicidio del mariscal de Navarra es la más plausible. Que no sea la que más guste a algunos es ya otro tema.
El autor es historiador, sociólogo y archivero