EL derbi prometía y cumplió: no dejó indiferente a nadie. Durante el encuentro, los aficionados rojillos experimentamos desde el más alto de los estados de ánimo, la pasión de celebrar un gol, hasta el más bajo y poco digerible, la rabia. Fueron 90 minutos que empezaron como nuestra fiesta: multitud de pañuelos rojos -algunos los convirtieron en una improvisada visera- y un Riau Riau que hacía tiempo que no se escuchaba en el Sadar. La grada empezó fuerte y apostó por cantar con el corazón, así los primeros quince minutos el rival casi ni existió (algún grito contra Muniain y la aclaración del origen geográfico de los jugadores del Athletic). Los demás cantos fueron para los nuestros. Pero la presencia de miembros de Herri Norte en Tribuna Lateral y su provocación hizo que comenzara una guerra dialéctica que finalizó con la salida de éstos del campo, escoltados por la Policía Nacional. La afición lo celebró con un aplauso. Y llegamos al descanso con esperanza. La victoria no era una utopía. No lo era porque a los 6 minutos de la segunda parte, Kike se encargó de que, por fin, la fiesta llegara a su máxima expresión. Más aún, con la expulsión de Castillo. Quizá, contagiados por el espíritu bilbaíno (queridos primos del Athletic, cada uno tiene lo suyo), nos crecimos. ¡Olllllleeeeeeeé!, ¡Olllllleeeeeeeeeeé!, se cantó con orgullo. Y, como en el cuento de la lechera, la vasija se rompió. Gol del Athletic y vuelta a la realidad. El termómetro del sentimiento rojillo comenzó a enfriarse y se heló con el segundo del Athletic. El corazón, como dijo Mendi, lo pusimos. Faltó la cabeza.
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