pamplona - “Es un recorrido histórico”. Así define Koldo Rodero, propietario y cocinero del local que lleva su nombre, el menú con el que, mañana y el próximo sábado, conmemorarán los más de 40 años de vida del Rodero, el restaurante que fundaron sus padres, Jesús Rodero y Resu Armendáriz. “El menú está compuesto por platos creados por mi padre y por mí y van desde el año 75 al 2016. Quizá no sean los más gastronómicos o los que han ganado más premios, pero son los que tienen más significado para nosotros”, explica Koldo.
La historia de la familia Rodero Armendáriz comenzó a escribirse en el Guría de Barcelona, donde Jesús y Resu se conocieron.
“Mi padre, natural de Milagro, estaba en la cocina y mi madre, guipuzcoana, en la sala. Cuando ella entró a trabajar al restaurante le dijeron que todos los cocineros eran muy majos, pero que había uno navarro que era muy pillo. Y parece ser que le gustó”, comenta Koldo entre risas. Al poco tiempo, Jesús y Resu escribieron un capítulo más en esta historia y se mudaron a Pamplona, en donde Jesús estuvo trabajando como jefe de cocina en el Maisonnave. “En la cocina, mi padre tenía mucha influencia francesa. Él fue de los primeros en utilizar el foie y la nata en Navarra”, apunta un orgulloso Koldo, que aún recuerda como, “de crío, iba con mi padre a San Juan de Luz, a la calle Gambetta, para comprar hígado de pato. Lo traíamos cuando aún estaba caliente”.
Con el paso del tiempo llegaron nuevos desafíos que engrosaban la historia de esta familia de cocineros. “Mis padres, junto con otros socios, fundaron el Mesón Rodero en un local de la calle del Carmen, en donde ahora hay un Herriko Taberna. Y luego, en el 75, abrieron las puertas del restaurante Rodero, en la calle Emilio Arrieta 3”, explica Koldo, que, junto con sus hermanas Verónica (sumiller) y Goretti (jefa de sala), se encarga de la gestión del restaurante actualmente.
“Yo comencé en la sala con 17 años pero no me gustaba. Me interesaba más la gastronomía, así que empecé a meterme en la cocina y a leer los libros de entonces, como el de la cocina vasconavarra...”, rememora este cocinero, que dio sus primeros pasos como profesional en la pastelería. Cuando terminaba el servicio en la sala, sobre las 00.30 o 1 de la noche, Koldo se “metía en la cocina hasta las 2 o las 3 de la madrugada” para practicar con los postres. Y luego, “cuando ya llevaba algo más de tiempo”, Koldo aprendió de Jesús y “su gente de confianza” las bases de la cocina tradicional.
“Con 24 o 25 años empecé a querer cambiar conceptos, había cosas que no me gustaban, como el exceso de cocción de las verduras”, explica este renombrado cocinero, que pasó a usar “algunos elementos de influencia francesa, de la nouvelle cuisine”. Pero “muchos clientes” no acogieron de buen grado el cambio. “Yo suelo decir que me cargué a la mitad de la clientela de mis padres”, comenta entre risas. Sin embargo, en poco tiempo, platos como “la corona de alcachofa con cigalas” o la “tortilla cúbica” atrajeron a nuevos clientes y a los críticos gastronómicos.
“Ese periodo yo lo pasé muy mal, tenía mucha presión de la crítica. Igual venían dos veces al año y siempre querían algo nuevo, innovador. Y por un lado, eso está muy bien porque no te dejan acomodarte y te obligan a reinventarte, pero por otro... es muy estresante”, confiesa este experimentado cocinero.
memoria Koldo no aprendió a cocinar en una escuela, sino que lo hizo “leyendo muchos libros y comiendo en buenos restaurantes” y sobre todo, con las enseñanzas de su padre. “De mi padre recuerdo su forma de comer y la de cocinar. Él era de comer poco, pero lo que comía tenía que ser bueno. Fue él quien me enseñó a valorar todo lo que hay dentro de un producto, a respetarlo”, apunta Koldo, en cuya cocina puede apreciarse la influencia de sus raíces riberas y guipuzcoanas.
“De pequeños íbamos muchas veces a Milagro, el pueblo de mi padre, y de ahí tengo la influencia del mundo de las verduras, como el cardo rojo. Y de Gipuzkoa... me acuerdo mucho de cuando cocinaba mi abuela alubias rojas o de cuando me hacía el desayuno. Siempre desayunaba una tortilla francesa y para hacerla, tenía que bajar al establo a esperar a que las gallinas pusiesen huevos”, recuerda con algo de nostalgia Koldo, que de aquellos años rescata “la memoria gustativa”.