Hola personas, ¿cómo va ese cuerpo?, ¿preparando ya el verano? Más os vale porque ya está aquí, prueba de ello es el gran peldaño de la escalera de servicio sanferminera que subimos el viernes con la colocación del vallado del encierro. Esto huele a toro, a blanco y rojo, a Fiesta.

Esta semana he querido hacer un homenaje a esos lugares que se encuentran a la vera de una carretera principal y que tantas veces hemos visto, pero que nunca hemos visitado.

Pues bien, yo este viernes he realizado un ir y venir a la población de Alegría/Dulantzi, a escasos kilómetros de Vitoria, paraíso de la patata alavesa, no hay otra igual. Como sabía que el recorrido no me iba a ocupar más que una pequeña parte de la mañana, he salido de casa con la intención de ver alguno de los pueblos que jalonan la autovía de la Barranca y que nunca he visto más que de lejos.

Veamos cómo ha ido la cosa.

A las 10:10 estaba en el almacén de Patatas Alavesas que se encuentra en el polígono industrial Lurgorri, en la mentada localidad de Alegría/Dulantzi. Realizada mi gestión y mercadas las ricas patatas que se servirán en la calle Bergamín, puse de nuevo rumbo a casa. A poco de salir del polígono me llamó la atención un desvío en el que una señal de color rosa (indican lugar de arte) decía: Ntra. Sra. de Ayala. No lo he dudado ni un instante, parafraseando a mi recordado padre me he dicho: voy a ir para que no me lo cuenten, y he salido de mi ruta para visitar la ermita. Tras recorrer un kilómetro escaso ha aparecido ante mí una maravillosa iglesia tardorrománica, ya con influencias del gótico. El templo, de tamaño considerable y con elementos decorativos importantes, carece de torre, cuenta con una pequeña espadaña entre la nave y el ábside, una planta rectangular y un pórtico cerrado con cuatro arcos, tres ojivales y uno de medio punto, que protege la bella portada de arco apuntado que, entre boceles y escocias, cuenta con cinco arquivoltas plenamente decoradas, así como las impostas sobre las que descansan, con un bonito ajedrezado jaqués, inequívoco signo jacobeo, lo cual nos indica que por allí pasaba el camino vasco, alternativo al de Roncesvalles y al de Somport y que tras estas tierras alavesas se juntaba con el francés en La Rioja. Canecillos, aspilleras protegidas por guardapolvos de medio punto con decoración de bolas, y algún elemento constructivo más componen un conjunto que es digno de verse. Según cuenta el típico cartel informativo que allí se encuentra, la ermita no se levantó en mitad de la llanada alavesa, tierras de la Cuadrilla de Salvatierra, que talmente se llaman, de forma aislada, sino que fue al revés ya que es lo único que queda en pie de la vieja aldea de Ayala, de la que era parroquia. Unas cuidadas campas frente a la iglesia, con mesas y bancos listos para una rica comida campestre, completan el enclave.

He vuelto a la carretera para tomar la autovía y seguir mi regreso, pero con intención de hacer otra parada. Todas las veces, y han sido muchas, que he pasado por esa vía rápida de comunicación me ha llamado la atención una iglesia rural que se ve enclavada en mitad de una ladera, se encuentra dirección Pamplona, a mano derecha. A la altura de Eguino he visto el desvío en el que indicaba Eguino, Andoin, que son los dos últimos pueblos de Álava antes de entrar en Navarra, he salido ahí y he tenido que retroceder para llegar a mi destino que se llamaba Urabain. Un pueblo diminuto, 16 habitantes, en el que nada más llegar he visto la iglesia motivo de mi visita. He aparcado el coche cerca y he andado escasos 30 metros para llegar al templo. Un comité de recepción canino ha salido a recibirme, un par de pastores vascos, un ratonero y un mil-leches lo conformaban. Tras ladrarme a placer han desaparecido y de la casa que había tras la iglesia ha salido una chica que me ha saludado con la mano, le he correspondido y le he preguntado si tenía llave de la iglesia, sí, me ha dicho ahora te abro. ¡Bingo!, esto sí que es suerte, he pensado. Ante mí se levantaba una obra renacentista, modesta, rural, con dos arcos carpaneles y otros dos superiores que albergaban dos grandes campanas. Remataba el conjunto una pequeña espadaña. Ha llegado mi cicerone y sonriente me ha abierto la puerta dándome paso al interior. La iglesia está bien conservada, pero es mejorable. Hemos parado al pie del coro y me ha dicho, este es el coro en donde mataron al campanero. ¿Cómo?, cuéntame eso por favor, y me ha contado una historia terrible. Resulta, me dice, que hace unos 50 años alguien denunció que aquí, en el campanario, se escondían unos etarras, ante la denuncia, vino la policía, subieron al coro y al abrirse la doble puerta del campanario, y salir el campanero, un policía que allí había pensó que era un etarra, y, sin pensárselo dos veces, tiró de gatillo y mató al pobre campanero que cayó sin vida sobre el suelo del coro. Subimos y vimos el escenario de lo que me había contado. En el suelo aun está la gran mancha de sangre que dejó el campanero al caer. Hasta aquí lo que me contó Alasne, que así se llamaba mi guía. Terrible historia, una más de toda la sin razón que hemos sufrido durante tantos años. He mirado en Google a ver que se contaba de este asunto y me he enterado que corría el año 1969 y el subinspector fue detenido y juzgado porque, aunque en plena dictadura un policía tenía todas las de ganar, este se equivocó de víctima ya que el difunto era un requeté, excombatiente del 36.

Tras la narración y la visita al coro y al campanario hemos continuado viendo el templo lleno de sabor, con un retablo barroco que pide a gritos una buena restauración en el que se veía un San Juan Bautista central, una preciosa talla policromada de la Virgen con Niño en un lateral y una pintura de una Santa Bárbara en el otro. Una prueba de que la juventud de ahora no está muy familiarizada con el lenguaje eclesiástico es que para preguntarme si quería ver la sacristía, me ha dicho: ¿quieres ver los vestuarios?, por supuesto que sí, he dicho. La sacristía estaba toda abandonada, un maravilloso armario ropero de nogal del siglo XVIII aun guarda en su interior un montón de polícromas casullas, albas, sobrepellices y de más ropas talares. El ambiente de abandono, la luz tenue que la iluminaba, los muebles quejumbrosos que la habitaban, hacían de toda ella una obra de arte tridimensional.

Hemos dado por finalizada la visita y en agradecimiento le he regalado un ejemplar de El Rincón del Paseante III que le ha encantado. A mí me ha encantado ella por amable y por solícita.

He vuelto a mi troncomóvil y esta vez ya me he dirigido a casa sin más detenciones.

Besos pa tos. l

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