Se ha discutido mucho en los últimos años sobre la meritocracia. Parece haberse generalizado una visión desencantada y descreída de este principio. En una sociedad que es desigual y que tiende a reproducir desigualdades, la referencia a la meritocracia funcionaría a juicio de muchos como una fraudulenta narrativa legitimadora de esa desigualdad y de su perpetuación, sería el discurso ideológico que explica y bendice un statu quo que no se quiere tocar.

Tengo dudas de que esta visión nos ayude. No se trata de negar las desigualdades y sus sistemas de consolidación y perpetuación, sino de preguntarnos por la manera en que mejor podríamos hacerles frente y corregirlas. Tengo la impresión de que la pérdida de prestigio de la meritocracia no resulta la mejor manera de combatir las desigualdades. Podríamos, con las mejores intenciones, perder cosas valiosas por el camino.

Bien es sabido que la educación ha sido siempre, tanto en los imaginarios humanistas como en los ilustrados, tanto en los ideales socialistas como en los liberales, entre otras cosas, un instrumento para crear y distribuir oportunidades. La educación está también relacionada con eso que se ha dado en llamar, con mayor o menor acierto, con mayor o menor espíritu crítico, ascensor social. La educación tiene otros importantes fines relacionados con el desarrollo integral de la persona, sin duda, pero renunciar a esa aspiración social de la educación implicaría abandonar algo importante. Que la meritocracia no funcione no puede llevarnos a renunciar a su promesa. Denunciar las trampas y las mentiras de la meritocracia es importante, pero no para arrinconarla, sino para aplicarse en que funcione mejor.

Por todo ello me parece que el informe que acaba de publicar COTEC no podría resultar más oportuno. Se titula Meritocracia y educación: Movilidad social y desigualdad de oportunidades.     

Este informe define la meritocracia como ese “sistema en el que las personas son seleccionadas y promovidas a posiciones de éxito, poder e influencia en función de sus habilidades y méritos demostrados”. A pesar de afirmar que ese ideal “todavía goza de bastante popularidad”, reconocen los autores el desencanto que provoca su incapacidad para promover la movilidad social. El informe, de excelente factura técnica, merece lectura atenta. Sus innumerables datos permiten abundantes lecturas.

Aunque intencionadamente queramos así saltar de los mejores temas de fondo que el texto nos ofrece para llevar su lectura a la actualidad, interesa recuperar los datos relativos a la desigualdad de oportunidades en España, es decir, a cómo de distribuyen las oportunidades educativas según las circunstancias individuales que no se relacionan con el mérito personal (el sexo, el país de nacimiento, el estatus socioeconómico de las familias y otros de similar naturaleza). La comunidad autónoma con peores dígitos en esta categoría es Murcia y la quinta por la cola Madrid. Conviene decirlo no vaya a ser que, a fuerza de que nos lo griten, terminemos interiorizando que cuando algunos de los que estos días salen a las calles enfundados en la bandera de la igualdad realmente están interesados en la igualdad. Para muchos de ellos igualdad se entiende como uniformidad territorial. Deberíamos contestar que son dos cosas distintas. Euskadi, toca decirlo, se posiciona en una cuarta plaza en este medidor de igualdad de oportunidades.

El factor de desigualdad que de manera más determinante explica los resultados -tanto en el quintil de los más desfavorecidos como en el de los más favorecidos- es el número de libros que hay en la casa del estudiante. El número de libros es, por supuesto, un mero medidor formal, un indicador de algo que los autores llaman capital cultural y que tiene consecuencias a lo largo de toda la vida. Si el alumno no goza del privilegio de ese ambiente, la principal forma de compensar esa desigualdad es la escuela y luego la universidad. Por eso la pérdida de exigencia educativa constituye una traición al ideal igualitario.