La comisión de reconocimiento de víctimas de violencia política continúa recibiendo casos. El grupo de trabajo, compuesto por nueve expertos, detalló en su primer balance –correspondiente a 2023– que fueron 41 los expedientes tramitados el año pasado.

Las cifras, expuestas por el presidente de la comisión, el director general Martín Zabalza, hacían referencia a denuncias presentadas hasta el mes de octubre.

Desde entonces y hasta final de año han sido al menos otros nueve los casos denunciados: un caso de torturas en octubre; otros dos en noviembre; y tres heridos y otros tres torturados en diciembre. Todavía no hay contestación oficial sobre la admisión a trámite o no de esos expedientes, a los que hay que sumar alrededor de una veintena –por lo bajo– presentados en lo que va de año.

Es decir, que el grupo de trabajo continúa recibiendo casos –y en buen número– sin que todavía haya llegado el primer reconocimiento oficial. Esta previsto que eso ocurra este mismo año, para cuando incluso hay una partida presupuestaria de casi un millón de euros –para indemnizaciones al nivel de las víctimas de ETA– que quedará definitivamente aprobada esta misma semana, en el pleno del jueves.

La ley marca que el plazo para resolver cada expediente debe rondar un año y tres meses, más o menos. Los primeros casos presentados en enero de 2023 acaban de cumplir un año de admisión a trámite –el 24 de febrero–.

Sobre el papel, en un par de meses como máximo deberían hacerse públicos los primeros informes. Hay algunos, además, que tienen mucho trabajo adelantado: el caso de Mikel Zabalza, reconocido en 2021 por una ley muy similar que tiene la CAV. La última firma depende del director general.

El goteo de casos no va a parar. Los informes auspiciados por el Gobierno de Navarra dan sustento a más de mil casos de tortura y decenas de malos tratos y víctimas de violencia ultra y parapolicial en los últimos sesenta años. 

"Mi madre le dijo al militar que se metiera la carta y las 25.000 pesetas por donde le cupiera"

Hay cuatro de los 41 expedientes presentados ante la comisión en 2023 que comparten drama: las historias de Saturnino Luis y su hijo, José Luis; y las de Segundo Maiza y su nieto, José Miguel Zeberio.

Los cuatro murieron el 18 de junio de 1976 en un suceso horrible que agitó Etxarri Aranatz. Saturnino manipulaba en su garaje un mortero que encontró en la sierra de Andía y que habían dejado tirado y sin estallar los militares durante unas prácticas.

Al darle un martillazo para tratar de hacer un adorno con la bala, el artefacto estalló. En el bombazo murieron él y su hijo y también los vecinos de enfrente: Segundo y su nieto. También Gloria Pejenaute, otra vecina de unas casas más allá que, en ese momento pasaba por allí camino de una huerta cercana donde iba a dar de comer a unos perros.

Lo cuenta Isidro Luis Tabar, hijo de Saturnino y hermano de José Luis, que se libró del bombazo por cinco minutos. Ha sido él quien ha presentado los expedientes ante la comisión. Todos salvo el de Gloria, que no tenía hijos y cuya familia está fuera del pueblo. Todavía no tiene constancia oficial de que sus denuncias hayan sido admitidas o no, aunque lo que le transmiten quienes le han echado una mano con los trámites es que su caso no tiene buena pinta.

La comisión, para iniciar el estudio del caso, debe ver claramente que detrás de las muertes existió una motivación política. Algo que en este caso está poco claro. En lo que no hay duda es que parte de culpa tiene un Ejército que no comprobaba que las bombas que lanzaba no quedaban sin estallar y al alcance de cualquiera en un monte. Hoy es imposible que suceda algo así sin que fuera un escándalo.

Apenas hubo polvareda a mediados de los setenta, cuando las cosas eran muy distintas. También en los hábitos y las hechuras de las personas. ¿Por qué el conductor de una empresa de ladrillos recoge bombas en un monte? La respuesta tiene poco que ver con la necesidad o que la familia de Saturnino fuera chatarrera, como se dijo falsamente en su momento, aclara Isidro.

“Recoger aquellos artefactos era… cómo decirte: como si ahora vas al monte y recoges arañones”, explica. La noticia sacudió al pueblo. Hubo noticias en todo el país. Algunas muy poco precisas, recuerda Isidro, quejoso con lo que trascendió de aquella desgracia que cambió su vida cuando tenía 16 años.

La carta del teniente general Prada Canillas

Quedó solo con su hermano Félix, un poco menor que él, y su madre. La viuda recibió “una mierda de pensión”. Arreglaron los destrozos de la casa con unos primos y ahí terminó el tema. Un mes después recibieron una visita. Un militar entregó a la viuda una carta.

La carta que el teniente general Prada Canillas remite a la viuda de Saturnino Unai Beroiz

Dentro, un telegrama y 25.000 pesetas. “Una vez más lamento el desgraciado accidente que causó tantas víctimas, al cual es totalmente ajeno esta Capitanía General”, arranca el responsable de la región militar sexta, el teniente general Mateo Prada Canillas. “Le ruego (...) acepte este modesto donativo como prueba tangible de nuestra condolencia y que puede paliar en parte la grave situación económica que atraviesa”. 

Nunca un mensaje de exculpación fue tan incriminatorio. Algo de culpa sentiría el Ejército cuando mandó un dinero a la viuda, que recibió al mensajero con la peor de las ganas. “Mi madre le dijo que se metiera el dinero por donde le cupiera”, recuerda Isidro. Han sabido tarde que igual hasta podrían haberse librado de la mili. Isidro no la hizo por arrastrar secuelas tras un accidente. Su hermano Félix tuvo que marchar a Madrid poco después. “Ya solo con eso nos hubiésemos ahorrado un pastón”, lamenta.

"Os animo a que practiquéis la empatía, tenemos siempre que intentar entender al otro"

Los colegios han cambiado mucho. El de Jesuitas está estupendo, nuevico. Ya no hay tarimas ni esas aulas que parecían zulos. De hecho, no hay paredes: son cristaleras enormes que convierten clases en peceras de una consultora. Todo abierto, luminoso, para que desde las zonas comunes se vea qué pasa dentro.

El profesor Carlos Rivera, con bata, junto a Eneko Etxeberria Álvarez, esta semana en el encuentro en el colegio Jesuitas Jon Urriza Guillen

Cambio de clases. Jaleo de instituto. Muchos alumnos llevan el teléfono en la mano, el elemento de la discordia que tiene locos a los consejeros de Educación. En el momento de entrar en la clase del profesor Carlos Rivera los guardan. No los consultarán en la siguiente hora y pico. Fijan toda su atención en el invitado de hoy: Eneko Etxeberria Álvarez, el hermano de Naparra, que participa en el ciclo de encuentros con víctimas que ha organizado el profesor de historia. “Vas a escuchar el silencio”, había advertido Carlos antes de empezar. Y así es. Unos sesenta alumnos entre los 17 y los 18 años, con todo su potencial de adolescente concentrado en escuchar, en aprender. La escena es poderosa.

La idea surgió hace cuatro años como una opción del centro, que encomendó a Carlos impulsarlo. Ahora el ciclo acapara mes y medio de programación que deja huella en los alumnos.

Los alumnos trabajan los casos por grupos, elaboran dosieres, documentan cada episodio. Aprenden, en la parte teórica, el contexto y los hechos. Pelis y series –como Patria o Maixabel– les muestran ese mundo de los noventa tan lejano para quienes casi no habían nacido cuando ETA dejó de matar

“Veíamos que era necesario conocer un relato veraz de lo sucedido y empatizar con todo tipo de víctimas”, explica Carlos. Vedruna, Larraona o Salesianos ya piensan en incorporarlo. Y el deseo del profesor, al que ayuda otro docente, Iñaki Lacunza, es mantener la iniciativa más allá de su próxima jubilación. 

Los encuentros con víctimas, la clave

Los encuentros con las víctimas son la clave. Dan sentido a todo lo anterior. La primera sesión, con el escritor Joseba Eceolaza, sirvió para situarse. Eneko, Itziar Zabalza –hermana de Mikel Zabalza– o Sara Buesa –hija de Fernando Buesa, asesinado por ETA– ponen nombre y apellidos, cara y ojos, a los dramas que hasta ese momento solo han trabajado en el papel o visto en las pantallas. Les dan la medida exacta de que todo eso fue real.

Eneko, con su txapela y su pendiente, con su nervio, sus muletillas en euskera y sus juegos geométricos, se los mete en el bolsillo. Su estética desentona allí, en el epicentro de la zona “nacional”, el nombre con el que él y sus colegas de adolescencia llamaban a ese núcleo del II Ensanche. Lo cuenta como chascarrillo.

Son dos Pamplonas distintas, pero a las que les conmueve el mismo horror. Eneko no llega a ellos solo por su buena mano –padre de un adolescente y profesor de Matemáticas en Pedro de Atarrabia–, sino porque tiene una historia potente e injusta.

La de él y su familia, toda la vida buscando a su hermano, Joxemiel Etxeberria, víctima de los crímenes de Estado. Hoy es el día en el que no han “podido hacer el duelo”.

Pese a todo, Eneko les dice que hay que alejarse siempre del odio o el rencor, “que te corroe de tal manera que no te ayuda a ser persona”. “A las víctimas nos une un dolor injusto y siempre digo que tenemos que entender al otro. Por eso os animo a que tengáis siempre empatía por el otro”. Y, hasta en los peores momentos, a ser “optimista”.

La ONU tiene clasificado el caso de Naparra como una desaparición forzosa, un delito imprescriptible. Nunca han encontrado los restos. Los alumnos siguen la narración de Eneko con el gesto encogido, como si lo que cuenta fuera tan bestia que no pudiera ser real.

Cómo secuestran a su hermano, cómo Francia pasa del tema, los desvelos del padre y de la madre por el hijo desaparecido, las búsquedas fallidas. El caso da un giro inverosímil en otoño de 2015, a punto de prescribir.

Un exespía del CESID, entrevistado por el periodista Iñaki Errazkin, detalla sin venir a cuento el paradero del cuerpo de Naparra. Dibuja una ruta que termina en un paraje al sur de Francia: al final de esa carretera habrá un puente; hay que cruzarlo; veréis unos árboles... “Tú ves el folio y parece el mapa para encontrar un tesoro”, explica a la clase, que en ese punto no es que siga la historia con interés; la sigue con tensión.

Reabierto el caso, las autoridades francesas accedieron, tras un periplo administrativo, a una excavación parcial e infructuosa. A Eneko no le dejaron estar presente. “Veía el brazo de la excavadora trabajando al otro lado de un muro de vegetación. Cuando se paraba en lo alto, se me ponía la patata a mil”. Hay un silencio de angustia.

La búsqueda no fue bien. Es un golpe durísimo. No te queda otra que seguir, resume Eneko. “No podría dejarlo, porque lo sentiría como una traición a la lucha de mis padres”, les dice, en el transcurso de un coloquio donde los alumnos formulan 12 preguntas, en la intimidad de un encuentro que queda en la clase. Donde los alumnos han aprendido que las víctimas son reales.