Carles Puigdemont sonríe, pero camina intranquilo. Ha acabado por doblar el pulso a Pedro Sánchez con la aprobación, por fin, de la ley de amnistía, pero su regreso a Catalunya no será, desde luego, inmediato.

El perdón al procés, como premio inicial a la investidura del presidente socialista y cauce necesario para la progresiva normalización política de este convulso territorio, dispone del respaldo suficiente de una apurada mayoría parlamentaria (177 de 350 escaños), pero le aguarda un espinoso camino judicial por recorrer para su efectiva aplicación. En especial, la del principal instigador de la rebelión.

La lógica euforia de quienes han ganado esta espinosa apuesta siente ahora la sombra amenazante de la guadaña de determinados fiscales y magistrados, conjurados por hacer imposible su viabilidad. 

Las togas vuelven a interferir sobremanera en una realidad política que sigue sin resolver la investidura del futuro presidente de la Generalitat y la estabilidad de la legislatura estatal.

De puertas adentro, en el entorno de Puigdemont hay una seria inquietud cuando se trata de escrutar el futuro inmediato del todavía europarlamentario. Nadie les ha despejado la incógnita sobre hasta dónde apretará las clavijas el aparato judicial español, enrabietado hasta la exasperación con esta amnistía. Basta con recordar que, en paralelo al discurrir del bronco y desesperante debate en el Congreso de los Diputados, los cuatro fiscales del procés se oponían a condonar el delito de malversación a algunos encausados. 

Así las cosas, la afrenta que se le avecina al fiscal general del Estado garantiza muchos minutos de tertulia y provocadores titulares. Y aún quedan las decisiones de los jueces Llarena y Susana Polo.

Por el contrario, hacia afuera, el mundo independentista catalán exhibe la honda satisfacción que les embarga por haber arrancado una amnistía impensable en las vísperas del 23-J. Dos realidades, por tanto, condenadas a convivir en los próximos meses. 

Al menos, han permitido durante unos minutos que dirigentes de ERC y Junts vuelvan a abrazarse siquiera para la galería. Un entusiasmo que, de momento, no se ha trasladado a las calles catalanas.

Ninguna organización ha dado un paso al frente para festejar tan sonoro triunfo. Quizá los resultados autonómicos en Catalunya tampoco ayudan al jolgorio.

Dudas sobre la vuelta

Nadie ha podido asegurar al plenipotenciario líder de Junts que la justicia le dejará definitivamente en paz. Ni siquiera su sabueso abogado, Gonzalo Boye, se lo arrancó a Santos Cerdán durante sus interminables negociaciones en Suiza. La ley de amnistía deja abiertos algunos resquicios para que tome cuerpo la cruzada de jueces y fiscales. 

La vigencia de algunas causas judiciales pendientes y la más que probable interpelación al Tribunal de Justicia de la Unión Europea por parte de algunos jueces para consultar la idoneidad de la norma ayer aprobada retrasarán irremediablemente la obtención de la medida de gracia. Y, con ello, agitarán el tablero político hasta límites ahora mismo impensables.

Bien es cierto que, llegados hasta aquí, Sánchez ha cumplido con la parte del trato convenido para facilitar su investidura. Sobre esa base, los socialistas confían en que Puigdemont sepa tenerlo en cuenta y diferenciar los planos parlamentarios y de la toga. 

Quizá suponga una exigencia desmedida para tan orgulloso dirigente. Si no se echa al monte y adopta una posición de colaboración crítica, el gobierno de coalición recibiría el espaldarazo definitivo para marcar el rumbo de la legislatura, empezando por la aprobación de los Presupuestos. 

Sin embargo, las dudas sobre la investidura en el Parlament, la dimensión que alcanza la rabieta de Puigdemont si no es elegido president y el resultado de las europeas del próximo 9 de junio embadurnan de dudas las apuestas sobre el devenir institucional.

Aunque la derecha siembra la recurrente maldad de que Sánchez puede sacrificar a Illa en beneficio de Puigdemont tras las elecciones al Parlamento europeo, nadie se lo cree, ni siquiera las bases rebeldes de ERC. 

Incluso, el propio mandatario de Junts empieza a asumir que lo suyo es imposible. Queda por saber, no obstante, el precio del arrebato que pondrá quien antepone su orgullo a la realidad.