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Felipe VI reivindica la convivencia democrática pero elude condenar el franquismo

El rey español incide en las vaguedades, habla de ejemplaridad obviando los últimos escándalos de su padre

Felipe VI reivindica la convivencia democrática pero elude condenar el franquismoBallesteros

Felipe VI volvió a refugiarse en el habitual discurso navideño en los grandes consensos para interpelar a una España que, medio siglo después del inicio de la Transición, parece vivir instalada en una fatiga democrática que el propio monarca reconoce, pero que su mensaje apenas logra iluminar. En su tradicional discurso de Nochebuena, el rey español reivindicó aquel proceso histórico como un ejercicio colectivo de responsabilidad y coraje, una evocación que funciona tanto como recordatorio institucional como síntoma de la dificultad para ofrecer respuestas nuevas a problemas persistentemente actuales. Eso sí, una vez más obvió condenar los cuarenta años de la dictadura franquista.

Desde el Salón de Columnas del Palacio Real —escenario cargado de simbolismo por haber albergado la firma del tratado de adhesión a la Comunidad Económica Europea— Felipe VI trazó una línea directa entre la Transición, la Constitución y la integración europea. Tres hitos que, en su relato, comparten un mismo denominador: el compromiso colectivo y la renuncia a los maximalismos. Sin embargo, el énfasis en la épica del consenso contrasta con un presente marcado por la fragmentación política, el descrédito institucional y una ciudadanía crecientemente distante del debate público.

El rey español reconoció de forma explícita el malestar social provocado por el aumento del coste de la vida, la dificultad de acceso a la vivienda y la incertidumbre laboral derivada de los avances tecnológicos. Pero su advertencia —que estos desafíos no se resuelven “ni con retórica ni con voluntarismo”— suena paradójica en un discurso que, precisamente, se mueve en el terreno de las exhortaciones generales, sin descender al incómodo terreno de las responsabilidades concretas.

Especialmente significativa fue su referencia al “hastío, desencanto y desafección” que genera la tensión política. Felipe VI señaló a los extremismos, radicalismos y populismos como beneficiarios de la crisis de confianza democrática, pero evitó entrar en las causas estructurales que alimentan ese fenómeno: la desigualdad persistente, la precariedad juvenil o la percepción de impunidad y falta de ejemplaridad en las élites públicas.

La llamada a no cruzar “líneas rojas”, al respeto en el lenguaje y a la ejemplaridad de los poderes públicos se inscribe en el papel arbitral que la Corona se atribuye desde la Constitución. No obstante, el mensaje vuelve a situar el foco en una responsabilidad difusa —“¿qué podemos hacer cada uno de nosotros?”— que diluye el peso de quienes ostentan mayor capacidad de decisión política y económica.

Un discurso cada vez más alejado

Felipe VI cerró su intervención reivindicando a España como “un proyecto compartido”, una fórmula ya habitual en sus discursos, sin que las nacionalidades o el ataque al euskera tengan sitio en ese discurso más allá del habitual Eguberri On. Pero el tono pedagógico y moralizante del mensaje deja la sensación de que su monarquía sigue anclada en un lenguaje de concordia que, aunque bienintencionado, parece cada vez más alejado de una ciudadanía que no solo demanda unidad, sino soluciones tangibles.

Cincuenta años después de la Transición, el rey invoca sus lecciones como antídoto frente a la polarización. La incógnita es si ese relato, construido desde la memoria del consenso, resulta suficiente para un presente que exige algo más que apelaciones al pasado. Una condena a la dictadura franquista hubiera sido un punto de partida pero prefirió pasar por alto, lo mismo que los últimos escándalos protagonizados por su padre, Juan Carlos I.