Los encierros han acabado. Todas las mañanas, durante estos Sanfermines, nos hemos encomendado a nuestro santo, al santo de nuestra devoción. Y esto es mano de santo en el encierro y en la vida.
Tampoco este año, aunque muchos lo digan, los toros han corrido libremente por nuestras calles. Es bárbara nuestra carrera, pero no tanto. Que, mientras los toros corren, nosotros contenemos la respiración y, sólo cuando descansan en los corrales de la plaza, hablamos del encierro. Hablamos a toro pasado.
Y un año más han abundado los golpes. Los golpes de gente. Los golpes como consecuencia de caídas fortuitas. Los golpes propios de la lucha para coger toro. Y el santo ha estado ahí, a golpe de capote.
Queríamos correr en los mismos cuernos del toro, escuchar sus resoplidos, templar su galopada. Y hemos estado muy atentos. Atentos a ver cuándo aparecían los cuernos, cuándo vislumbrábamos los cuernos entre la muchedumbre.
Y los que de verdad han corrido han sentido la boca seca. Y taquicardia. Y malos presentimientos. Y en las lavadoras ha corrido grana de nuestras fajas a nuestras camisas blancas. Y, aunque les pese a muchas madres, sus hijos corren el encierro.
Han sido ocho carreras desde la empinadísima cuesta de Santo Domingo hasta el embudo que forma la cuesta del callejón. Y a estas horas, cuando no queda un euro en nuestros bolsillos, acabamos de correr de cuesta a cuesta el encierro de la villavesa.
Hemos cogido poco las tarjetas para fichar en nuestros trabajos. Y hemos cogido muchas curdas. Y todos los balcones de la Estafeta. Ahora que los Sanfermines han terminado, no debemos coger ninguna depresión. Volveremos a la Cuesta. Volveremos a encomendarnos al santo. Volveremos a golpearnos y a correr en los mismos cuernos de los toros. Y esto son palabras mayores. Palabrones.