En los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf (Argelia) están comiendo de media una vez cada dos días. La pandemia, la inflación y los diferentes conflictos –entre ellos el suyo propio– también tienen sus consecuencias en lo más inhóspito del desierto del Sáhara de la hamada argelina, donde el pueblo saharaui lleva resistiendo en el exilio desde que Marruecos invadió el Sáhara Occidental y les expulsó de sus casas hace casi medio siglo. 48 años que van pesando cada vez más y la solución al conflicto se dilata en el tiempo con una comunidad internacional en Occidente que ha decidido mirar para otro lado o ponerse directamente del lado marroquí.

Los cuatro últimos años han sido especialmente duros en los campamentos, primero por la pandemia y la disminución de la ayuda internacional –de la que dependen casi por completo–, después por la reanudación de la guerra entre el Frente Polisario –la autoridad política y militar saharaui– y el Reino marroquí tras 29 años de alto al fuego y más tarde por el estallido del conflicto en Ucrania que disparó la inflación y diezmó todavía más la ayuda humanitaria. La gota que colmó el vaso llegó poco después cuando el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, reconoció la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental, lo que provocó el enfado de Argelia –principal aliado del Frente Polisario– y complicó la llegada de las caravanas de alimentos y medicación que asiduamente organiza el movimiento solidario en el Estado.

Vista de la wilaya de El Aaiún, uno de los campamentos de refugiados saharauis, que, según ACNUR, acogen a más de 173.600 personas. Unai Yoldi

 Así, faltan medicamentos en los centros sanitarios, la malnutrición se va abriendo paso entre la población y el suministro de agua en ocasiones se retrasa durante semanas. En esta situación, la semana pasada más de 146 personas volaron desde Pamplona a los campamentos de refugiados saharauis en el viaje solidario que organiza cada año ANAS (Asociación Navarra de Amigos del Sáhara) para pasar unos días con familias saharauis que, nunca mejor dicho, han sido un espejismo en el desierto. Porque si algo caracteriza al pueblo saharaui es su hospitalidad y que cuando reciben la visita solidaria de la gente que les apoya tiran la casa por la ventana para que sus huéspedes tegan una estancia lo mejor posible en un desierto especialmente hostil para el ser humano. De hecho, raro es el navarro o navarra que no haya sufrido un mareo, que no haya ido corriendo al baño o que no haya tenido fiebre o dolor de garganta. Porque la vida en esos campamentos pasa factura.

Casas de ladrillo

En casa de Salka Lehbib –que acoge esta semana a varios viajeros navarros–, en el campamento de Auserd, todos tienen móviles y acaban de instalar una televisión de 40 pulgadas, porque se da la cruel paradoja de que casi es más fácil comprar una tele o un smartphone que conseguir una garrafa de aceite o una cantidad suficiente de harina, productos que en estos momentos tienen un déficit de entre el 25% y el 35%, según la Media Luna Roja Saharaui. Justo enfrente de su casa –construida con paredes de adobe y techo de hojalata– sus vecinos están levantando una vivienda de ladrillo rojo, cada vez más habituales en las nuevas construcciones al ser más resistentes y estar mejor aisladas, pero que también evidencian una señal de asentamiento, de permanencia, que choca con ese aura de provisionalidad que rodea a los campamentos.

Depósitos en los que las familias almacenan el agua. Unai Yoldi

De hecho, casi todas las casas aún conservan los baúles del retorno, unas cajas enormes ideadas para transportar las pertenencias de las familias el día que regresen a su tierra, de la que fueron expulsados en 1975 por Marruecos con el beneplácito de España, entonces metrópoli del Sáhara español y hoy en día potencia administradora de iure del territorio. Pero 48 años después hay baúles pero no hay retorno y la realidad se impone a las ansias de libertad de un pueblo machacado y ninguneado por la comunidad internacional, pero al que le sobra dignidad aun en las condiciones más duras.

Bodas de “solo” dos días

En la casa de Salka todos duermen, comen, bailan y toman el té en la misma habitación. El baño –que consta de un agujero que da a un pozo ciego– y la cocina están en construcciones aparte para evitar el fuerte olor que desprenden. No hay muchas opciones para la intimidad en las familias saharauis, que están compuestas por una media de 6 o 7 miembros. Quizá por ello sean especialmente sociables y agradables, algo de lo que los visitantes se dan cuenta cuando van andando por alguna wilaya –campamento–, se detiene un coche junto a ellos y quien lo conduce les ofrece llevarles a su destino. A cambio de nada.

Uno que lo hace sin pensarlo es Salem, un joven de veintitantos muy risueño, porque el mayor mérito de los saharauis es haber conservado la alegría en medio de un lugar tan hostil. Durante el trayecto en su Mercedes, la marca por excelencia de los campamentos, relata que su primo se acaba de casar y que la boda ha durado “solo” dos días. “Antes eran de tres días o más, pero la situación es cada vez peor y las desigualdades entre unas familias y otras también crecen, por eso ahora se dejan en dos días”, apunta Salem, que cuenta que tras la celebración su primo volverá a Ibiza, donde trabaja en la hostelería. Él, como cualquier otro joven saharaui al que se le pregunte –especialmente los varones– también está deseando encontrar una oportunidad para salir de los campamentos y llegar a España para trabajar y poder ayudar a sus familias.

La nueva guerra

Es uno de los mayores dilemas de la sociedad saharaui: el cambio generacional entre quienes vivieron el éxodo de su tierra y lucharon en la primera guerra contra Marruecos y unos jóvenes que han nacido en unos campamentos que en unas décadas tendrá una población entera nacida como refugiada. Los jóvenes quieren salir, principalmente para tener un trabajo y así ayudar a que sus familias vivan un poco mejor, pues las fuentes de ingreso en los campamentos son muy escasas.

Pero que miren más allá de los campamentos no implica que se olviden de su causa, más bien al contrario: “Cuando volvió a estallar la guerra en noviembre de 2020 las escuelas militares se llenaron de jóvenes que querían luchar.También fueron muchos los que vivían en la diáspora y regresaron para alistarse”, reconoce el gobernador de la wilaya de El Aaiún, Gauz Mamuni, que asegura que perdida la esperanza en la vía diplomática y pacífica, la vuelta a las armas es el único camino que Marruecos y la dejadez de la ONU han dejado al pueblo saharaui. Una guerra que será “larga” y de “desgaste” mientras más de 170.000 personas aguantan en el desierto su ansiada libertad con unas condiciones cada vez más insoportables y con una esperanza de regresar a su país que se dilata día a día. Pero si de algo sabe el pueblo saharaui es, precisamente, de eso, de resistir.