"Siento que en esos cinco meses de relación estuve con un auténtico psicópata que me anuló como persona. Con él viví un infierno, pero es que ahora con este dispositivo, vivo otro infierno igual que me hace recordarlo a casa paso”. Elena, así la llamaremos, vecina de cerca de Pamplona y de 39 años, denunció hace dos al que era su pareja sentimental después de una agresión física en el piso en el que él vivía ,“de donde pensé que no iba a salir con vida. Entonces me vi morir”.

De aquella noche sometida a una lluvia de golpes se llegó por fin a la denuncia y, a la vez que Elena narraba aquellos puñetazos, expuso en el juzgado el macabro terror psicológico en el que la había envuelto el comportamiento enfermizo del agresor. “Fue capaz de instalarme una aplicación de geolocalización, de borrarme las redes sociales, incluso de pasar ocho horas en el trabajo junto a mí, pegado, y trabajo de cara al público”. Para entonces, ya aquel hombre que se había presentado meses atrás como caballeroso y amable para ofrecerle su ayuda porque la había visto con una lesión en el pie, se había esfumado como el humo. Y al poco tiempo surgió la tiniebla.

Una vez que, tras aquella agresión nocturna en un invierno de hace dos años, salió de testificar ante la jueza, el juzgado le impuso al agresor una pulsera de maltratador, asociada a un teléfono inteligente. El sistema va asociado con otro teléfono que la víctima lleva consigo y que manda un mensaje o recibe una llamada cada vez que el agresor comete alguna incidencia, sea fortuita o intencionada. Es la medida de control telemático que se impone en casos graves en los que no se envía al maltratador a prisión. Dicho aparato se ha convertido sin embargo en otro elemento de tortura.

En la ultima semana, a Elena le ha sonado el teléfono en cinco ocasiones en plena madrugada. A las 2.00 de la mañana porque su agresor había sobrepasado su zona de exclusión 1, que es su lugar de trabajo en el barrio de Iturrama. Es decir, estaba a menos de 500 metros del trabajo de Elena, pero era de noche y ella siempre trabaja en horario diurno. El caso es que, ante tal alerta, ella no tiene otra posibilidad que telefonear al centro Cometa. “El aparato solo manda un mensaje pero yo no sé dónde está él y tengo que llamar por teléfono a la central de Madrid. Me ponen en llamada en espera en muchos casos y la atención suele tener muy poco tacto tratándose como somos de víctimas de violencia machista que llamamos porque el agresor puede estar al acecho y lo hacemos con la ansiedad por las nubes. El 98% de las veces tengo que llamar yo para tener información y si no, me quedaría solo con el mensaje. Si ven que es de noche, que el agresor se acerca a menos de 500 metros de mi trabajo y yo nunca trabajo de noche, no entiendo para qué me llaman, para qué me pita el dispositivo de madrugada y eso ya no me permite ni conciliar el sueño”.

Elena recuerda que antes del cambio de sistema “no ocurría eso. Nos pasa con el aparato nuevo cuando el agresor entra en lo que se llama zona de exclusión (trabajo, domicilio o lugares que frecuenta la víctima). Me ha llegado a ocurrir que estaba fuera de Navarra y como él había pasado cerca del trabajo, me pitaba el dispositivo. Ahora mismo estoy barajando la posibilidad de quitármelo, porque me genera una ansiedad continua. Yo desconozco por qué me pita el dispositivo. Cuando el aparato avisa, yo no se dónde está él, eso solo lo sabe el centro Cometa. ¿Realmente me compensa? Esa es la pregunta que muchas veces te haces, pero por eso en otras ocasiones dices y ¿si me lo quito y viene a casa?”, se cuestiona resignada.

A su vez, recuerda que recientemente, cuando comía con una amiga en un restaurante, el teléfono le avisó más de cuatro veces. “Es para volverse loco. Me dio la comida. El aparato emite un ruido muy estridente, se entera todo el mundo a tu alrededor. Imagínate si suena al comer en un restaurante lleno de gente. Todo el mundo mirando, tú pidiendo explicaciones por teléfono...”. El aviso se produjo porque el agresor estaba a menos de 500 metros del local en el que Elena comía junto a su amiga. Y él pasaba todo el rato por las cercanías. “Él sabe perfectamente lo que hace”, añade.

Elena apunta cada incidencia en una agenda de vista diaria. No pasa dos páginas sin que haya un mensaje subrayado en fosforito con el parte que ha tenido ese día. Muchas de esas incidencias suceden en apenas minutos. Elena se tiene que ir de lugares porque el dispositivo suena. Condiciona su tiempo libre.Y concluye con una sentencia salomónica. Cree que muchas víctimas supervivientes piensan como ella. “¿Sabes realmente lo que pienso? Que esto es un negocio, que la Administración adjudica este servicio a una empresa, que se lucra con nuestro sufrimiento. Y que hacen negocio con él. Nos genera un malestar continuo y aún encima los agresores jueguen con esto, te ponen en alerta todo el día”.