"Te quedas quieto. ¿Qué es esto? Ves todo aquello esparcido, incluso en los árboles había restos de cuerpos y dices: Esto es peor que la guerra”. Txema Pérez de Albeniz era “un chaval de 25 años” cuando acudió, como voluntario de Cruz Roja, al monte Oiz apenas unas horas después de que un Boeing-727, que realizaba el vuelo Madrid-Bilbao, colisionara con una antena de televisión en el monte Oiz y se deslizara 250 metros por la ladera segando un pinar y las vidas de sus 148 ocupantes. “Había maletas y prendas tiradas por el suelo y estaba todo el mundo en silencio. Aquello era una zona muerta”.

Cuarenta años después de la mayor catástrofe aérea registrada en Euskadi, Txema recuerda cómo aquel 19 de febrero de 1985, “sin saber a ciencia cierta” qué se iban a encontrar, se desplazó a Oiz “para echar una mano” con sus “compañeros de la Brigada de Socorros” de Bilbao, desde donde partieron también ambulancias con médicos. “Llegar hasta allí era un caos. Toda la gente quería ayudar y estaba saturado de vehículos. Los primeros momentos fueron difíciles. Nos decían los chavales: ¿Qué atendemos si aquí está todo esparcido?”, comienza a relatar este voluntario, al que la imagen que más le “impactó” fue la de los restos de cadáveres “colgados” en las ramas.

Número de víctimas: 148

  • En el accidente aéreo de Oiz murieron los 141 pasajeros y 7 miembros de la tripulación.

Accidente de Oiz

  • Colisión contra una antena. La aeronave ‘Alhambra de Granada’ de la compañía Iberia, que realizaba el vuelo Madrid-Bilbao, colisionó el 19 de febrero de 1985 con la estructura metálica de la antena que EITB había instalado en el monte Oiz.
  • Error humano. Las causas del accidente se achacaron a un error humano por interpretación no adecuada de la altitud de vuelo.


Ante la falta de supervivientes, se retiró el servicio médico y se centraron, codo con codo con otros equipos de emergencia, en la recogida de las víctimas. “Ibas con las camillas uniendo partes, preparándolas para que las trasladaran. Los forenses te decían: Venga, siguiente, siguiente. Se identificaban los cuerpos que se podía y lo que no se metía en cajas para poderlo llevar”, cuenta Txema, que ensalza la labor de los baserritarras. “La gente se olvida de ellos, pero los aldeanos de la zona fueron los primeros que acudieron con sus remolques y ayudaron a bajar cuerpos con sus tractores. Su trabajo fue imprescindible”, destaca.

La falta de coordinación –“había un responsable de Protección Civil, pero no una mesa para organizar a los distintos servicios ni el protocolo que existe ahora”– la suplieron con “la amabilidad” de los efectivos que estaban sobre el terreno y las ganas de colaborar, aunque también hubo quien podría haberse quedado en casa. “Otro inconveniente que tuvimos es la gente que iba a mirar. Hasta que eso no se organizó y se acordonó una zona para que nadie pudiera subir, estuvimos trabajando muy incómodamente”, lamenta. Con el paso del tiempo, dice, “subían los curiosos el fin de semana a ver qué había, la picaresca y el morbo. Yo desde aquello no he vuelto a ir”.

Restos del avión en el monte Oiz.

Restos del avión en el monte Oiz. Angel Ruiz de Azua

Aunque los voluntarios de emergencias tienen “ese capotito que te ayuda a gestionar y estar entero”, a algunos aquella tragedia les superó. “Los que eran militares, que tenían 18 o 19 años, volvían a las bases destrozados, echaban hasta la primera papilla. Recuerdo a un chaval jovencito de Orduña. Estábamos recomponiendo cuerpos y, al no cerrar la tapa de la caja, le fue a presionar un poquito la cabeza para ajustarla con tan mala suerte que la mano se le metió y, entonces, salió dando vueltas. Al pobre le tuvimos que mandar para casa. Ahora lo recordamos como una anécdota, pero fue una impresión muy fuerte”, cuenta.

Los restos de las víctimas fueron trasladados a Garellano en helicópteros. “Se bajaban en el campo de fútbol y se llevaban al cuartel, donde había que recomponer los cuerpos. Fue un poco difícil. Iban identificando y tú, con lo que decían los médicos, los ibas completando con las extremidades”, detalla.

De repetirse una catástrofe similar, reflexiona Txema, “ni los periodistas ni los servicios de urgencia actuarían igual”. “Eran otros tiempos, los medios eran realistas y sacaban lo que había. Hoy en día el trato de la noticia sería diferente”, afirma. En cuanto a la emergencia, se establecería “una mesa de crisis y los responsables lo coordinarían todo, activarían unos protocolos y unas pautas de cómo actuar, no se dejaría acceder a personal ajeno y, además de los recursos de tierra, estarían también los psicosociales, que atenderían tanto al personal que estuviera allí como a las familias, cosa que antes no se tenía muy en cuenta. Pasaba y punto”, explica.

Voluntarios en el lugar del siniestro. Angel Ruiz de Azua

La recogida de restos también se haría, añade, de forma diferente. “Se habilitaría una zona de reconocimiento y se haría en una mesa de clasificación. No creo que el traslado se hiciera en carros”, señala y aclara que, aunque entonces “se trataba a las víctimas como personas, hoy en día se les trataría con mucha más dignidad y humanidad”.

“Al principio te vienen flashes”

El impacto que causó la catástrofe en Bizkaia, asevera, “fue muy fuerte”. “La gente se preguntaba: ¿Y cómo ha podido pasar si iba a entrar a pista? Quien sabía del tema decía que el comandante era experto y conocía la zona y el aeropuerto de Bilbao perfectamente”, comenta Txema, que se hace eco de “las muchas hipótesis que se barajaron, desde que la niebla había borrado la antena hasta que podía haber sido un mal cálculo de altura. Los técnicos sabrán por qué fue, pero un fallo humano lo tiene cualquiera”, apunta.

Aunque se arropaban entre compañeros, Txema confiesa que al principio el accidente irrumpía en sus pensamientos. “Estabas así y de repente te venían los flashes, pero después intentas ir olvidando poco a poco. Es como un accidente de tráfico en el que se amputan piernas. El primer impacto te lo llevas, pero estás de voluntario para ello. Vas intentando actuar y después tratas de no llevarte el problema fuera de ese ámbito”, explica.

Restos del fuselaje. Angel Ruiz de Azua

En el almacén de su memoria archiva otras grandes catástrofes, como las inundaciones de Bilbao. “Te acuerdas de cómo estabas en el agua, ibas para La Peña o sacabas muertos de algún sitio. También tengo el recuerdo, fue el más fuerte, el que más me marcó, de la explosión en el colegio de Ortuella. Era duro cuando ibas andando por allí y oías a los críos gritar”, rememora. Las actuaciones se acumulan y poco a poco, señala, las vas asimilando. “En cuanto sales de la emergencia intentas ir borrando todo para que sea pasado”, admite. Es lo que tienen estos voluntarios, que “están muy curtidos”. Y para muestra, Txema, que, aun jubilado, sigue al pie del cañón como responsable del Equipo de Respuesta Inmediata en Emergencias de albergue y avituallamiento de Cruz Roja Bizkaia. “Si realmente te gusta, es muy difícil que te retires”, confirma.

“Notas un olor similar y te viene a la cabeza Oiz”

Han pasado 40 años, pero la catástrofe quedó impregnada para siempre en Kepa Herranz. Las imágenes “dantescas”, el silencio, el olor... “Son cosas que se te quedan grabadas. La mezcla de combustible con cuerpos quemados se te pega al cuerpo, a la ropa... Notas un olor similar, como el del accidente de la autopista de Euba, y, pum, te viene a la cabeza Oiz”, dice este voluntario de la DYA, que hace apenas unas semanas revivió esos recuerdos durante un vuelo de regreso a Bilbao. “En el avión una chica dijo: Mira, está ahí Oiz y me puse en tensión. Mi mujer me enganchó de la mano, me miró y me dijo: Tranquilo. Te viene, eso te queda siempre”, recalca.

Kepa tenía 24 años y estaba en el euskaltegi cuando un compañero, que tenía emisora en el vehículo, le fue a avisar de que había habido “un accidente muy grave”. Encuadrado en el grupo de rescate de la DYA, cogió una mochila con unos guantes y se dirigió a Oiz con otros voluntarios, tras pasar por la central. “Había bomberos, ertzainas, guardias civiles, policías locales y gente de Cruz Roja. Más o menos llegamos todos a la par”, detalla.

Por el camino iban comentando, “como en cualquier emergencia, cuántos habrá, cómo estarán”, pero enseguida se dieron cuenta de que no había supervivientes. “Fue muy impactante. Nos dividimos en grupos con talkies para peinar la zona y cuando vas escuchando por los equipos: Negativo, aquí clave negra, dices: Órdigas, lo que mi vista está viendo se está cumpliendo”, recuerda. A falta de heridos, se dedicó a “recoger restos humanos entre las ramas, entre el fuselaje, en la tierra, e ir clasificándolos. Una cabeza, con un tronco que está aquí, creemos que será suyo. Aquí hay dos piernas, pero no hay ningún tronco. Era como un puzle. Suena un poco macabro, pero es la realidad. Seguíamos las órdenes que nos iban dando los forenses”, dice.

Pili Martínez y Kepa Herranz junto a una ambulancia de la DYA en Bilbao. OSKAR GONZÁLEZ

Era un “día muy malo, de niebla, agua y frío” y Kepa trabajó sobre el terreno “hasta que se quitó la luz”. “Esa noche sí pegas ojo y las siguientes. El recuerdo empieza a venirte al de unos días, cuando estás solo viendo la tele o te vas a la cama”, afirma. Aunque los voluntarios “igual estamos hechos de otra pasta o el hecho de ser altruistas nos hace filtrarlo, sí te sigue pasando factura”, confiesa.

También guarda buenos recuerdos, como el de “una señora que tenía el baserri en el quinto carajo y nos decía que nos traía café: Chicos, que lleváis aquí todo el día”. O el del “casero que venía con su tractorcillo y nos hizo de guía”. “La gente de los baserris colaboró mucho. En general, hubo una solidaridad muy grande”, ensalza. La voluntaria de la DYA Pili Martínez lo corrobora. “Hace 40 años se contaba con menos medios y, entonces, todo el mundo que podía ayudar echaba una mano. Ahora está más protocolarizado todo”, comenta. “Hay transmisiones, vehículos, drones... Enseguida te sacan un mapa, te hacen unos cuadrantes y cada uno, a un sitio. Cuando aquello era con talkies, a mano y visualmente y la persona que conocía la zona, indicando. Para lo que había y con el desconocimiento de lo que era una catástrofe aérea, creo que se organizó bastante bien”, valora Kepa.

“Personas de excesivo morbo”

El espíritu solidario que se respiró aquella jornada se vio empañado por “personas de excesivo morbo que intentaban meter la cámara de fotos muy directamente. Hubo voluntarios y bomberos que les decían: No saques la foto, que la familia va a reconocer esa cara. Eso sí que me jorobó. Lo único que hubo de negativo”, censura Kepa.

A día de hoy hay quien le sigue preguntando por el accidente, pero ni entonces ni ahora entra en detalles. “Causó un gran impacto. La gente te decía: ¿Cómo ha sido? ¿Cómo estaban? Y yo: No, no, ya lo has visto en prensa. No lo contaba por la morbosidad y por mí mismo, para descansar”, reconoce este voluntario de la DYA, que ha visto “bastantes catástrofes, atentados, muchos accidentes de tráfico, alguno de tren”, pero el de Oiz es el que más le ha “impactado por la magnitud y por cómo estaba todo”.

A los veteranos como él, dice, no les gusta “rememorar estas cosas”. “No entramos mucho en materia porque bastante pasamos en ese momento”, argumenta y recuerda que “hoy en día hay gabinetes psicológicos para los equipos de rescate, pero cuando aquello tu psicólogo eras tú y tu entorno”.

Pili, que se encargaba de la coordinación, explica que “las primeras llamadas siempre son muy confusas, te hablan de un rayo, una explosión, una bomba, el estruendo... Cada una te da un matiz y te vas haciendo una composición de lugar”. Desde “el minuto cero”, dice, se avisaba al grupo especial de rescate “llamando a los teléfonos fijos, porque no existía el móvil, de los voluntarios más cercanos a nuestra base. A la mayoría les pillabas trabajando, pero curiosamente sus jefes les solían dejar vía libre para que salieran corriendo a ayudar”.

Una vez en el lugar, “el que primero llegaba intentaba dar una información lo más amplia posible de la situación para seguir movilizando recursos. Lo primordial era la rapidez y la eficacia”, subraya. En Oiz, por desgracia, no había víctimas con vida. “Cuando no hay supervivientes, baja un poquito la tensión y la labor cambia”, afirma Pili, para quien “hay que tener la cabeza muy fría, las cosas muy claras y mucha experiencia” para intervenir “con éxito” en los rescates. Aun así, confiesa Kepa, “muchas veces hemos ido a pecho descubierto y nos la hemos jugado cruzando un poco la línea roja porque lo haces vocacionalmente, por ayudar”.