Capítulo uno

Cuando nos comimos el pan y el queso, madre se acostó y yo me fui a la parte de atrás, a la marranera ya sin cochinos que ocupé con el Toñico antes de que se muriese.

Padre y el hombre se quedaron frente al fuego con la bota de vino que trajo el forastero: de una mano pasaba a otra mano, de una boca a otra boca; los chorros les caían a veces por los mentones mal afeitados.

Yo no tenía cama, ni colchón siquiera, solo un fardo de paja encima del suelo y algún pedazo de paño mugriento para taparme. Tampoco camisón, nadie gastaba ropa para dormir en aquella casa ni en aquel mundo; nos acostábamos con lo que lleváramos puesto durante el día, que era lo mismo que el día anterior y el siguiente porque no poseíamos más que esos trapos. En invierno nos echábamos algo encima, en verano nos quitábamos lo que sobraba y los niños iban desnudos como los animales.

Me quedé dormida con el sabor del queso entre las muelas, dando vueltas a lo que el hombre había contado sobre ese lugar al que él se dirigía cuando paró a pedirnos albergue por una noche; un sitio en el que ya estuvo una vez de joven, según dijo. Para alcanzarlo, antes había que llegar a un puerto y después cruzar el mar.

Hacia allá iban las gentes en busca de faena por temporadas, algunos se quedaban para siempre. Argelia se llamaba, y a mí ese nombre se me quedó metido en la cabeza.

Argelia.

La portada de 'Por si un dia volvemos'. Cedida

No lo oí llegar, solo fui consciente de su presencia cuando sentí los dedos gruesos apretándome ahí abajo, como en una caricia bestial mientras la otra mano se me hincaba en la cara y me dejaba sin aire. Como quien lanza al suelo un saco de habas, se me echó encima y me aplastó entera. Logró abrirme las piernas a rodillazo limpio. Yo era incapaz de gritar, no podía moverme. Intenté girar la cabeza para respirar; al no conseguirlo, para no ahogarme le mordí un dedo. Entonces retiró la mano y me soltó un cascaretazo que me partió el labio y me dejó un pitido atroz en el oído.

Ya debía de venir con el pantalón abierto, listo para montarme, porque tardó un instante en entrar y entonces yo sentí como si me hubiera clavado el hierro de la lumbre en lo más hondo. Empezó luego a empujar, a empujar, a empujar mientras me lamía el cuello y me llenaba de babas y gargajeaba cosas que yo no entendía y me raspaba la piel con su barba áspera y sucia. Pesaba como un cochino de los que allí mismo hubo algún día; olía a mugre, a sudor, a vino rancio. Mientras el hombre seguía empujando, a mí me ardía hasta el alma y la boca me sabía a sangre.

Al cabo se debió de vaciar dentro, y entonces se quedó como yo sabía que se quedaban los machos después del alivio. Lo había visto en los perros, que no se reavivaban ni a pedradas. Lo había visto cuando el Francisco me empujó contra la tapia de un corral y se restregó contra mí aquella noche de San Lorenzo, sin abrirse siquiera la bragueta, cuando volvió por primera vez de la guerra de Marruecos.

Como cuando los guarros montaban a las guarras o cuando mi padre le decía a mi madre date la vuelta, mujer, y ella obedecía y no protestaba. Flojos, medio idiotas sabía yo que se quedaban los machos, apagados, como lerdos.

Lo mismo le pasó al hombre cuando se sació, hincado dentro de mí todavía aunque ya desinflado, sin menearse.

Aguanté un rato, no sabría decir si fue largo o corto, con los ojos muy abiertos, pensando y sin pensar; solo quería salir de debajo de ese hombre. Cuando el roncar se le hizo seguido, logré sacar una mano y empecé a moverla hacia donde padre dejaba los aperos. La arrastré ansiosa por el suelo de tierra compacta, a tientas, en busca de algo, lo que fuera. Una herramienta, una piedra, un podón, una astilla, lo que fuese. Hasta que palpé un mango de madera. Eso. Eso mismamente. Lo ceñí en un puño, lo aferré, no dejé que la duda me retrasara. Tan solo alcé el brazo por encima de su espalda y, apretando los dientes, le hinqué la hoz con todas mis fuerzas.

Tuve suerte, di en blando. La hoja medio oxidada, la de la siega cuando padre algún año segaba, se le hundió como si entrara en un lebrillo lleno de manteca. Lo oí enseguida soltar un gargajo como de bestia y entre los labios se le asomó la lengua bruta y gorda. Quiso decir algo, pero de su garganta solo salió otro sonido parecido a un rebuzno y luego un chorro de sangre. Aproveché para empujarlo presionando con mi hombro, fuerte, más fuerte, hasta que conseguí escurrirme a un lado.

Continuaba boca abajo, no se movía. De la boca le seguían brotando algo así como flemas, con un ruido que cada vez iba a menos. Sin pararme a comprobar si aún respiraba, le tanteé el cuerpo a oscuras, le hurgué en los bolsillos y saqué lo que llevaba dentro. Al tacto noté papeles plegados, la petaca del tabaco y un puñado de perras, un mechero y un pañuelo arrugado y húmedo. En cuclillas a sus pies, lo extendí sobre el suelo y puse lo demás dentro. Juntando las esquinas, le até dos nudos.

Estaba a punto de irme cuando pensé que más me valdría

asegurarme. Así que me agaché, agarré de nuevo la empuñadura de la hoz y la removí sin sacarla de su carne.

A un lado, a otro, para dejarlo bien muerto.

Eché a correr en mitad de la madrugada. No giré la cabeza para mirar por última vez mi pobre casa, no volví a ver a nadie. Solo me arrojé a la oscuridad, hacia donde partió padre cuando se fue a las minas y adonde madre se encaminaba en busca de labor antes de quedarse medio ciega. Hacia donde decían que estaba el mar, otra luz, otros vientos. Iba descalza, medio en cueros, con la saya arremangada, el labio partido y el pañuelo del hombre relleno con sus cosas atado a una muñeca. Llevaba un escozor sin nombre en las entrañas y la camisa llena de sangre.

Ficha

  • Título: ‘Por si un día volvemos’
  • Autora: María Dueñas
  • Género: Novela
  • Editorial: Planeta
  • Páginas: 544

Capítulo dos

Cuando la noche empezó a hacerse más clara, yo seguía andando sin sentir el frío de noviembre. Cuando la primera luz del sol aclaró el color del cielo, yo seguía andando.

No llevaba nada dentro de la cabeza, ningún pensamiento, ninguna culpa, solo el propósito de avanzar más lejos, más lejos, más lejos.

Con la mañana ya en alto, encontré una acequia y me metí hasta el ombligo en el agua verdosa, las faldas alzadas para que no se mojasen. Arranqué unos rastrojos del borde y con ellos me restregué los muslos y mis partes para despegarme de la piel la sangre seca. Me empapé también la cara y el cuello, donde el hombre me chupó con sus babas espesas. Hasta me eché puñados de agua en las orejas, a ver si me sacaba las palabras guarras que me chorreó dentro.

Al echar de nuevo a andar, me vi los pies desollados por las piedras, las uñas negras y reventadas; seguramente me dolían, pero no lo notaba. O a lo mejor sí lo notaba, pero yo misma anulaba ese dolor de forma inconsciente porque debía seguir adelante, y esos pies repletos de cortes y heridas eran lo único que tenía para moverme. Seguí recorriendo caminos y cuestas, cauces secos de arroyo, ramblas con zarzas y matorrales llenos de espinas, cañizos y barrancos polvorientos en los que de vez en cuando surgían pitas chamuscadas por el sol, penachos de palmito, chumberas.

Evité también pasar por delante de cualquier caserío o casa de labranza, esquivé accesos y casuchas desviándome cada vez que intuía un rastro humano. A la menor sospecha, daba un rodeo; si en la distancia veía a un hombre subido a su mula, un labrador destripando la tierra con el azadón o una mujer que tendía la ropa, yo me apartaba.

Me crucé con perros huesudos que me enseñaron los dientes y se me intentaron subir encima mientras ladraban y escupían chorros de saliva como si llevaran a Lucifer dentro; me defendí de ellos con gritos salvajes y con los mandobles de un palo largo que cogí en una pendiente.

Seguí caminando atenta a todo con los ojos bien abiertos: el campo pobre y rudo casi sin vegetación, los bichos, el horizonte, un puñado de olivos, algún aljibe o un molino.

En todo aquello intentaba concentrar mi atención para no recordar, para no pensar en nada. Adelante, vamos, vamos. En mitad de una rastrojera se me cruzaron unas perdices e intenté ir a por ellas pero fueron más rápidas que yo, y eso que siempre fui ágil para agarrar animales.

Empezaba el sol a bajar cuando vi una huerta y no pude resistir la loca idea de meterme en busca de una mata de lo que fuera. Me estaba acercando cuando vi un bulto levantarse del suelo y oí los gritos y vi los aspavientos del dueño; luego se agachó, agarró unas piedras y comenzó a tirármelas. Me aparté deprisa subiéndome la falda, tropecé, me caí y me despellejé las rodillas. Una piedra me dio en la nuca, pero no me detuvo. A esas alturas, ya nada me paraba.

Al final de un rebaño de cabras encontré a un zagal andrajoso, iba descalzo como yo y no tendría más de ocho o nueve años, quizá la edad de Toñico antes de que se lo llevaran las fiebres, hasta pensé que se parecía a él, con sus andrajos y la cabeza rapada llena de costras. Se asustó al verme, salió corriendo como un conejo, lo paré a voces. Le pregunté si iba bien encaminada y al tercer intento mío, con él ya en la distancia, respondió que no lo sabía pero lo mismo sí porque desde allí, hacia donde yo me dirigía, venía de vez en cuando la carreta que traía el correo. Ahí lo dejé, señalando mi senda con su dedico mugriento.

Era ya la anochecida cuando di con una carretera y de lejos vi los primeros faroles con esa luz extraña que adelanta la cercanía de los pueblos; intuí que estaba llegando y preferí no seguir. Antes de las primeras casas había una construcción grande, una especie de almacén con las paredes de piedra medio tumbadas. Miré a un lado, miré a otro lado, enfrente, a mi espalda. No vi ningún signo de vida y me metí dentro.

Me cobijé en un cuartucho sin puerta, con el techo caído, acurrucada en el suelo de tierra que olía a mierda de humanos y de animales. Sentía un cansancio feroz pero, a pesar de cerrar los ojos con todas mis fuerzas, el sueño se me escapaba. Cuando por fin se me fue calmando la respiración, a mi cabeza volvió en tromba todo lo que había pasado. La lumbre, la cena. El hombre. La dentadura negra que enseñaba al reír, los chorreones de vino cayéndole por el mentón falto de cuchilla barbera, el pecho salido como un palomo, sus ojos lascivos clavados en mi cuerpo. Tendría que haberme adelantado a sus intenciones, no haberme separado de mi madre, haber puesto a mi padre al tanto. Pero no lo hice, ni ellos tampoco se dieron cuenta. O a lo mejor sí; lo mismo sí percibieron las ansias que tenía él de mí y lo dejaron hacer.

Igual les ofreció unas perras, o el pan y el cacho de queso que compartió con nosotros, o la vaga promesa de cualquier espejismo a cambio de un rato conmigo, sin que ellos protestaran, como si no se enterasen.

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Sus jadeos, su fuerza, mi dolor, mi asco: todo eso, tumbada en la oscuridad, me había vuelto con saña a la memoria.

Mis dedos rápidos cuando recorrieron el suelo en busca de cualquier cosa que me sirviera para sacármelo de encima, mi mano al clavar la hoz en su espalda. Pero, extrañamente, no me arrepentía. Sentía que había hecho lo que tenía que hacer, lo que nadie habría hecho por mí si lo hubiese dejado vivo. Jamás hasta entonces había pronunciado mi boca la palabra justicia, pero tenía la sensación de que era algo parecido a eso.