Cuando recuerdo mi lugar de nacimiento, Zhucheng, en Shandong, lo primero que me viene a la mente es nuestro siheyuan, la casa tradicional con patio en la que crecí. Dentro de los muros blancos que albergaron a mi familia durante generaciones, puedo oler la comida de mi madre y escuchar a mis hermanas cantar.

Hoy en día, Zhucheng es famoso por los dinosaurios, pero en aquel entonces sus esqueletos dormían, aún sin descubrir, bajo las tierras fértiles. De niña, yo corría por esos campos, bailando con inocencia sobre esos gigantes. Saltaba sobre la muralla exterior de nuestro pueblo, desgastada por el tiempo, una boca de piedra con dientes mellados. Aunque las bombas dejaron cicatrices en nuestro paisaje, resistimos. Volvimos a crecer y reconstruimos.

La paz era escurridiza, breves inhalaciones entre violentas mareas. Cuando la guerra regresó, contuvimos la respiración mientras nos arrastraba en su vaivén. Se tragó a nuestra gente. Reclamó nuestros hogares.

La China que conocía estaba herida, y mi ciudad natal sangraba.

Y, aun así, cierro los ojos y veo ríos que serpentean y campos de flores silvestres. Nubes suaves acarician firmes montañas. Nuestros templos permanecen en pie, desafiantes y sagrados.

Llevo esa tierra en mi sangre, en mis huesos y en mis recuerdos. Desde el otro lado del mar, saco fuerza. En mi presente, siento calidez. Lo más importante: elijo recordar el amor. Donde sea que esté en este mundo, sigo siendo, y siempre seré, el trigo que brota de la tierra de Shandong, y las flores del norte que florecen en la nieve.

FICHA

  • Título: ‘Hijas de Shandong’
  • Autora: Eve J. Chung
  • Género: Novela
  • Editorial: Liriva Editores

ZUCHENG, SHANDONG

Sin heredero

Nai Nai decía que las putas no estaban permitidas en la casa, así que echó a Mamá, cerrando la puerta de madera de un portazo, asustando a los pájaros. No sabíamos dónde estaba mi hermana Di, pero Tres y yo nos sentamos junto a Mamá, que estaba recostaba contra la pared del patio de nuestro siheyuan, con las manos rojas y agrietadas de lavar platos.

—No os preocupéis —nos dijo—. Se le pasará cuando vuestro padre regrese a casa.

Nai Nai era una señora pequeña y delgada, con el cabello negro como el ébano, manos de ave y unos delicados pies vendados. Aun así, aunque se tambaleaba en sus pequeñas zapatillas de seda, tenía la presencia de un señor de la guerra y una lengua fiera como un látigo.

Yo tenía once años, y ya era lo bastante mayor como para saber que nadie podía calmarla después de un arrebato así, ni siquiera su primer hijo y el favorito.

La portada de 'Hijas de Shandong'. Elkar

Era otoño, y las hojas secas giraban con el viento helado, rozando la hierba amarilla que se mecía con suavidad. Por suerte, ya había terminado la cosecha y la mayoría de los trabajadores se había ido a casa. Mamá no quería que este espectáculo vergonzoso se convirtiera en chisme —los campesinos odiaban a Nai Nai tanto como amaban los rumores, y esta historia se habría propagado como un incendio.

Vivíamos en la zona rural de Zhucheng, un pequeño pueblo donde mi familia reinaba. Durante generaciones, nuestros hombres habían sobresalido en los exámenes imperiales, consiguiendo prestigiosos cargos en el gobierno y construyendo un imperio alquilando tierras y dirigiendo negocios. Nuestro palaciego siheyuan, con sus relucientes tejas naranjas y paneles de madera con celosía, era una ostentosa muestra de nuestra riqueza. Magníficos leones de piedra enmarcaban la entrada del patio, lo bastante grande para contener un estanque de lotos lleno de relucientes carpas koi. Nadaban en círculos con pereza, con los ojos abultados, y abrían la boca frente a Tres, que a sus dos años miraba el agua con curiosidad.

Nai Nai tenía olfato para las mentiras y casi siempre podía detectar cuando un secreto rondaba dentro de sus muros. Aun así, Mamá había estado ocultando su embarazo durante semanas.

—Esta vez será un niño. Puedo sentirlo, Li-Hai —me repetía una y otra vez, como si sus murmullos ansiosos pudieran hacer realidad un hijo varón.

Desde que nací, fui una decepción. Cuando llegó mi segunda hermana un año después, fue un fracaso. Papá la nombró con nostalgia Li-Di, ya que di significa «hermano menor». Luego nació mi tercera hermana, una catástrofe tan terrible que solo recibió un número: Tres.

Tres niñas sacudieron tanto a los Ang que Nai Nai tomó medidas drásticas. Aunque vigilaba cada moneda como si fuera un pedazo de su alma, decidió intercambiar una onza de oro por un vistazo al futuro. Juntas, ella y Mamá fueron a ver a un famoso adivino de un pueblo vecino y le preguntaron si vendría un heredero varón. Mamá escribió la fecha y hora de su nacimiento mientras él examinaba las líneas de su palma, leyéndola como un mapa de su vida. Entregándole a Mamá un amuleto de ámbar como protección, declaró solemnemente que no tendría un hijo hasta que cumpliera los treinta y seis años.

Mamá tenía apenas veintitantos en ese entonces, pero Nai Nai volvió a casa eufórica, encantada de que, en algún momento, llegaría un heredero. Les ordenó a mis padres dormir en habitaciones separadas y les prohibió tener relaciones hasta el cumpleaños número treinta y seis de Mamá. Elogiándose a sí misma por su ingenio, presumió:

—¡Esto nos ahorrará el gasto de criar más hijas!

Al fin y al cabo, las niñas no eran más que esposas para los hijos de otros.

Papá obedeció y se instaló en su propio dormitorio, pero le dijo a Nai Nai que los adivinos eran un fraude.

—Nosotros forjamos nuestro propio destino —insistió, en una débil protesta que ella ignoró.

Por las noches, Nai Nai se mantenía como una guardia vigilante, controlando el pasillo con una frecuencia extraña. Sin embargo, incluso el dragón más fiero sucumbe al sueño. Unos meses después, Mamá quedó embarazada por cuarta vez.

—No se lo digas a nadie —me susurró, y continuó con sus tareas como si nada hubiera cambiado.

Todas las mañanas se levantaba a las cuatro para preparar el desayuno de unos ochenta trabajadores que vivían y cultivaban nuestras tierras. Ellos empezaban a trabajar al amanecer, así que Mamá debía moler la harina a la luz de la lámpara. Era una cocinera extraordinaria, y hacía bollos y empanadillas como si fueran obras de arte. Con manos diestras, podía estirar la masa tan fina como papel para hacer wantones mariposa, amasar bollos dulces y esponjosos como nubes, y formar panes elásticos y masticables que se erguían en la vaporera como soldados saludando.

A pesar de nuestra riqueza, Nai Nai vigilaba la despensa con precisión militar. Todas las noches pesaba la harina para asegurarse de que Mamá no fuera demasiado generosa con los trabajadores. La comida nunca era suficiente, así que Mamá colaba porciones extra cuando podía. Con la práctica, aprendió a inventar pequeñas mentiras blancas que lograban escapar del agudo radar de Nai Nai. Una vez, Mamá hizo bollos de cerdo para el hijo enfermo de un trabajador y le dijo a Nai Nai que la carne se había echado a perder. Ponía fideos extra para todos, y luego alegaba que los ratones habían irrumpido en la despensa.

Los trabajadores apreciaban a Mamá y comprendían la gravedad de esos riesgos, pues tenían un dicho: “Los perros salvajes son peligrosos y los fantasmas dan miedo, pero nada es más aterrador que Madame Ang”, mi Nai Nai.

Nai Nai podría haber contratado sirvientes para ayudar a Mamá con sus tareas, pero consideraba que la frugalidad era un pilar necesario para mantener la fortuna de los Ang. Además, detestaba a Mamá —primero, por haberse casado con su hijo, y segundo, por tener los pies grandes.

Mis padres habían estado prometidos desde bebés, y la familia de Mamá, los Dao de Rizhao, eran primos biao de los Ang. Los primos biao tenían apellidos distintos y, en ese tiempo, podían casarse entre sí, mientras que los primos tang, que compartían apellido y tumba familiar, eran como hermanos. 

Los Dao poseían la mayoría de los barcos en las aguas de Rizhao y prosperaban gracias al comercio marítimo. Una joven rica como Mamá debería haber tenido los pies vendados, y mi Lao Lao lo intentó: le envolvió los pies desde pequeña, insistiendo en que un marido feliz valía el dolor de los huesos rotos. En el mundo de seda y porcelana de Lao Lao, renunciar a la libertad de caminar era un precio aceptable para obtener el afecto de un hombre.

Sin embargo, el Kuomintang, el gobierno nacionalista, había prohibido el vendado de pies, y sus campañas contra esa práctica se volvían cada vez más agresivas. Al cabo de unos años, Lao Lao, a regañadientes, cortó las vendas de Mamá. El daño, sin embargo, era irreversible. El resto de su vida, Mamá cojeó, con los pies moldeados planos por debajo y un arco pronunciado en la parte superior.

Mientras tanto, Nai Nai se había mantenido desafiante ante la prohibición nacionalista. Estaba orgullosa de sus “lotos de tres pulgadas”, y ningún funcionario del gobierno podía asustarla para que renunciara a miles de años de tradición.

—Los pies grandes son para campesinas —dijo, con desprecio, cuando Mamá, con diecisiete años, llegó para la boda—. ¡Si no eres una dama de verdad, por lo menos sé útil!

Ojalá la versión joven de Mamá hubiera prestado atención a esa señal de alerta y hubiera huido de regreso a Rizhao, suplicando a sus padres otro compromiso. En cambio, siguió adelante con la ceremonia, rompiendo lazos con los Dao: la madre de una novia solía arrojar un cubo de agua por la puerta principal después de la boda para simbolizar que su hija, como el agua, nunca podría volver.