La ficha
- Título: ‘Está lloviendo y te quiero’
- Autor: Antonio Mercero
- Género: Novela
- Editorial: Planeta
- Páginas: 504
Encontré el reloj de mi bisabuelo en Wallapop cuando estaba buscando un regalo de Reyes para mi hermano. No podía creérmelo. El anuncio decía: «Reloj de pared del siglo XIX, fabricado en Lasarte. Célebre en su época, lo llamaban el Incomprendido».
Aunque era medio barroco, también me pareció precioso.
Y supongo que no dejaba de tener cierto valor histórico e incluso sentimental. Sin embargo, costaba tres mil euros. No se hacen regalos tan caros en mi familia. Un libro, un jersey como mucho. Le escribí al vendedor y, en el regateo, conseguí una rebaja de quinientos euros. Aun así, era mucho dinero. Por eso desistí.
Pero no me olvidé de aquel reloj. Se instaló en mi cabeza, se colaba en mis sueños. Comprendí que esa obsesión no podía responder al simple regocijo de tener un detalle con una persona querida.
Era algo más profundo. Una especie de reclamo misterioso.
Los mensajeros siempre llaman al telefonillo en el momento más inoportuno. Esa mañana yo tenía prisa porque llegaba tarde al hospital y el jefe de servicio ya me había regañado por mis retrasos. Acababa de coger el bolso y las llaves del coche, y me disponía a salir pitando cuando oí el timbrazo. Abrí la puerta y esperé con impaciencia la llegada de un hombre que apareció con una caja de cartón rectangular, grande y pesada. La dejó en el suelo, junto al mueble de la entrada. Los segundos que tardó en anotar el número de mi DNI me pusieron los nervios de punta.
La ficha
También me pidió que firmara y le hice un garabato en la pantalla.
Mi primera intención fue la de marcharme, compartir el ascensor con el mensajero y olvidarme del paquete hasta que volviera por la noche. Pero no pude hacerlo. Por alguna razón, no lograba escapar del campo magnético que se había creado en el recibidor. Era como si algo estuviera latiendo dentro de esa caja. Cogí unas tijeras para rasgar el precinto, separé las hojas de cartón y saqué un bulto embalado en papel de burbujas. Lo coloqué con mimo en el sofá, incapaz de creer lo que sostenían mis manos. Retiré el envoltorio y quedó al descubierto el reloj que había fabricado mi bisabuelo, un objeto delicado, una antigüedad, la decrepitud bien disimulada, como luciendo con cansado orgullo sus más de cien años de vida.
Había un sobre pegado al borde de la esfera, como regurgitado. Creo que lo miré con disgusto, porque eso destruía la idea de una aparición mágica, atraída por mi propio deseo. Dentro, una nota:
«Ojalá el tiempo nos dé otra oportunidad».
Y entonces se desvaneció todo el encanto. Era un regalo de Alberto, mi ex. Aún estábamos juntos cuando le conté mi hallazgo en Wallapop. Él sabía que me había quedado enganchada a la idea de regalarle ese reloj a mi hermano Emilio, que me parecía muy caro, pero me conectaba cada noche a la aplicación para verificar que seguía en venta.
A los pocos días discutimos porque descubrí que andaba tonteando con una enfermera, el tópico de siempre.
Lo mandé a la mierda, como se merecía. Y ahora intentaba comprar una reconciliación con un regalo de tres mil euros. O de dos mil quinientos.
Llegué diez minutos tarde al trabajo, fiché para que el jefe de servicio no se pusiera nervioso y bajé a Cardiología para hablar con Alberto. Estaba pasando consulta, no era el mejor momento para soltarle lo que pensaba de sus mañas de seductor, de su chulería por hacerme un regalo excesivo. Le escribí un wasap:
«Quiero hablar contigo».
No tardó en llegar la respuesta:
«¿Comemos juntos?».
Me irritó su propuesta, o quizá me enfadé conmigo misma por aceptarla. Vale, comeríamos en la cafetería del hospital, con otros médicos pululando por allí, con interrupciones, saludos de unos y de otros, sin la menor intimidad.
No habría velas ni vino caro sobre el mantel. De hecho, ni siquiera habría mantel. En la cafetería se come cualquier cosa, el menú del día o un montado de lomo. Pero yo no quería una cita y allí estaba, contemplando el rostro perfectamente afeitado de Alberto, su pelo entrecano que apetecía acariciar, sus ojos verdes. Su buen humor, casi siempre.
—No puedo aceptar tu regalo. ¿Qué coño te has creído?
— le espeté casi a modo de saludo.
—¿Por qué no puedes? Tú querías ese reloj. — Ya asomaba su media sonrisa, esa que tanto me gustaba.
—Ya no somos pareja. Y es muy caro. Es como comprarme con dinero.
—A mí me parece barato. Ese reloj vale mucho más, Paula. Es una inversión.
Levantó la mano para llamar al camarero. No le importaba distraerse un instante, no temía que se le escapara la presa. Su confianza en sí mismo me ponía mala.
—No quiero deberte nada. Es demasiado generoso.
—Y tú serías muy poco generosa si lo rechazaras. La generosidad también consiste en saber recibir.
En ese momento lo odié; siempre tenía un argumento que le daba la vuelta a la tortilla, siempre tenía razón. El seductor educado, perfecto pero infiel. Había pillado en su teléfono conversaciones descaradas con una enfermera.
Él no negó el coqueteo, no podía porque las pruebas eran evidentes. Pero sí negó la infidelidad. Esgrimió razones tontas y torpes, la necesidad del hombre maduro de sentirse deseado, la adrenalina de la seducción telefónica, el juego de la vanidad, divertido y a la vez inocente.
«Se la folla seguro». Esa fue mi conclusión.
Como sabía que a veces me pasaba de celosa, consideré la posibilidad de estar equivocada. Pero ese coqueteo también me parecía una traición, incluso si no habían terminado en la cama. Así que lo dejé. Una pena, me gustaba mucho.
Él estuvo varios días enviándome mensajes.
«Tienes el corazón dañado y yo soy el mejor cardiólogo.
La pareja perfecta», me escribió un día.
Yo contesté:
«Métete tus bromitas por el culo».
Pero ni por esas dejaba de mandar mensajes bonitos, memes que venían a cuento, chistes de dudoso gusto. Alguno me hacía sonreír, pero enseguida aparecía mi mal humor aplastando el efecto. Lo insultaba, le repetía que dejara de escribirme, lo amenazaba con bloquearlo. Incluso le dije que lo iba a denunciar por acoso.
«¿Querer pasar la vida contigo es acosarte?», preguntó.
La conversación se quedó ahí porque, en el fondo, yo no quería estropearlo del todo.
Un cierto desamparo rebajaba a veces mi ira, y entonces pensaba que estaba siendo un poco exagerada o incluso injusta. Sé que tiendo a ser implacable con los hombres, no perdono el menor desencuentro, zanjo la relación a la menor contrariedad. Mi psicóloga me pincha, no le intimida que yo sea psiquiatra. Me dice que así no voy a ninguna parte. Le contesto que no tengo ninguna necesidad de una pareja, que hasta ahí podíamos llegar.
—Mañana mismo te mando el reloj a tu casa — le dije a Alberto.
Él tomó aire, esbozó una sonrisa trágica: estaba a punto de decir algo sustancial, y yo aguardaba entre enfadada y expectante.
Agradecí que sonara mi busca: había entrado una urgencia de psiquiatría y me tenía que ir.
Sobre el autor
Antonio Mercero Santos nació en Madrid. Es uno de los tres integrantes del seudónimo Carmen Mola (junto con Jorge Díaz y Agustín Martínez), ganadora del Premio Planeta 2021con la novela La Bestia, a la que siguió El Infierno, y las novelas La novia gitana, La Red Púrpura, La Nena, Las madres y El Clan. Periodista de formación, lleva más de veinticinco años escribiendo películas (Quince años y un día, Felices 140, Invisibles) y series de televisión (Hospital Central, Seis hermanas, Hache, Monteperdido, Tramuntana). Con su propio nombre ha publicado las novelas La cuarta muerte, La vida desatenta, El final del hombre, El caso de las japonesas muertas y Pleamar, además de la novela gráfica El violeta.
La policía la había encontrado en un parque, desorientada, con una botella de vodka en la mano. No llevaba documentación encima. Le pregunté cómo se llamaba y ella me miró aterrada.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque te tenemos que hacer la ficha.
—Me estáis vigilando.
—Yo solo te estoy explorando. ¿Sabes dónde estás?
—Me vigilan hasta en mi casa. Y en la calle. Los coches rojos vienen a por mí.
—¿Solo los rojos?
—Sí. Pero hay un montón de coches rojos.
Su mirada no se posaba en ninguna parte. Barría el espacio, o más bien saltaba de un lugar a otro. Al hablar de los coches rojos, se giró dos o tres veces, como si uno de
ellos estuviera irrumpiendo en la consulta.
—Tranquila, aquí estás a salvo. No hay ningún coche rojo. ¿Cómo te llamas?
La mujer rompió a llorar. Tenía unos cincuenta años, vestía con elegancia. Le pedí a una enfermera que preparara el ingreso.
—Estás en un hospital, te vamos a cuidar. No te preocupes por nada, que te vas a poner bien, ¿de acuerdo?
Asintió sin parar de mover los ojos.
—Siéntate en la camilla. ¿Puedes?
Como le costaba registrar la pregunta y reaccionaba con desconfianza, me acerqué a su silla y le examiné las pupilas con una linternita. No estaban mióticas, no parecía haber consumido drogas.
—Abre la boca.
Para mi sorpresa, la mujer obedeció y pude examinar también la lengua y la garganta. Cuando la ausculté, el corazón latía con fuerza, la tensión estaba alta y la respiración era agitada. Se trataba de un brote psicótico de manual. Como resultaba imposible que me diera ninguna información, la ingresé sin datos personales, sin saber quién era.
Esa tarde alguien llamó preguntando por una mujer extraviada. Aportó una descripción que se correspondía con la de la paciente. Media hora después se presentó en el hospital. Llevaba todo el día buscando a su esposa: Genoveva Rodríguez Lato, una ejecutiva de una agencia de publicidad. César nos ofreció alguna pista: su mujer acumulaba muchos proyectos sobre la mesa, contestaba correos hasta la madrugada, saltaba de reunión en reunión.
Podía haber colapsado por el estrés.
Nada nuevo bajo el sol. Yo misma iba a reventar en cualquier momento.
La tarde fue intensa. Ese día tampoco llegaba a mi clase de yoga.
Volví a casa pasadas las once. Tenía mucha hambre, pero cené algo ligero. Leí un rato en la cama y apagué la luz. Estaba tan agotada que no conseguía dormir. Temía una nueva noche de insomnio. Me levanté a beber agua y,
al encender la luz, me sobresalté al ver el reloj en el sofá.
Lo contemplé un buen rato.
Era bonito.
Cogí el móvil y escribí a Alberto:
«Voy a ser generosa, acepto el regalo. Pero solo porque es para mi hermano».
Aunque era muy tarde, Alberto contestó enseguida.
No me extrañó, también padecía insomnio.
«Para eso te lo regalo, para que se lo des a él».
Lamenté que el donjuanismo de Alberto estropeara sus muchas virtudes. Luego me quedé pensando si se podía perdonar una infidelidad. Hay gente que lo hace.
Pero yo no soy capaz.