Escapada a Venecia: ¿es posible no pagar un ‘machiatto’ a ocho euros?
Este es un recorrido alternativo por la Reina del Adriático, una ciudad única, en la que cada esquina, cada canal, cada callejón merece una fotografía
Llegamos a Venecia rozando la medianoche y bajo una lluvia fina pero pertinaz, que ha vaciado calles y terrazas. Desde la estación de Piazzale Roma, donde ha hecho su última parada el autobús que nos ha traído desde el aeropuerto Marco Polo, caminamos hacia el barrio de Cannaregio, al norte de este intrincado archipiélago trenzado por infinidad de puentes y canales (Venecia está construida en una laguna sobre más de un centenar de pequeñas islas).
La primera impresión, a pesar de la quietud y de la oscuridad, excepcionales en un destino que las postales representan radiante y bullicioso, confirma que las películas y las novelas no mienten: Venecia es una ciudad especial, única en el mundo, así que, una vez instalados en la habitación no podemos resistirnos a una primera y nocturna toma de contacto, a pesar de la lluvia.
La arteria de agua
Tras reponer fuerzas en una pequeña pizzería, milagrosamente abierta a esas horas y con unos precios igualmente providenciales (ocho euros una pizza de tamaño mediano, en un destino en el que un machiatto −por ejemplo, en la Plaza San Marcos− puede tener ese mismo precio), echamos a caminar, sin rumbo, desatendiendo el impulso de recurrir a Google Maps.
Nuestros pasos nos llevan de manera instintiva al que es uno de los nervios de Venecia, el Puente de Rialto, el más antiguo de los cuatro que cruzan el Gran Canal, la arteria de agua que atraviesa esta ciudad con forma y alma de pez. No hay nadie. Solo horas después entenderemos este otro pequeño milagro, el privilegio de encontrarnos completamente solos en uno de los puntos más visitados de la Reina del Adriático, como también es conocida Venecia.
Regresamos al mismo punto a la mañana siguiente, con intención de deambular también por el vecino mercado de Rialto. Pero antes nos entretenemos un poco en la habitación, cuya ventana, hemos tenido suerte −bueno, hemos pagado un poquito más−, da un canal: el Rio della Misericordia. Cannaregio, a excepción del gueto judío, a solo cinco minutos de donde nos encontramos, es un barrio poco frecuentado por los turistas, que a menudo hacen escala durante unas horas en cruceros o, como nosotros, visitan la ciudad durante tan solo dos o tres días y van a tiro fijo: San Marcos, el Puente de los Suspiros, el Palacio Ducal, La Fenice… De modo que desde nuestra ventana, en lugar de góndolas con japoneses, vemos pasar fascinados pequeñas embarcaciones que llevan a los niños al colegio, lanchas de repartidores que abastecen a tiendas y bares… el día a día, en fin, de esta peculiar ciudad sin coches en la que el tráfico es exclusivamente acuático.
Gaviotas y Aperol
Llegamos de nuevo hasta el Puente de Rialto casi al mediodía tras detenernos innumerables veces en puentes, callejones, tiendas de dulces o de máscaras… En Venecia todo merece una foto: los pequeños canales, los timbres vintage de los portales, los gondoleros −hoy tal vez un poco menos, porque continúa lloviendo y muchas de sus barcas permanecen amarradas a la espera de clientes, o porque los chubasqueros tapan las camisetas de marinero y los tatuajes de anclas o sirenas que imaginamos en sus bíceps−…
El ayer a medianoche solitario Puente de Rialto está ahora, efectivamente, abarrotado de personas haciéndose selfies, al contrario que, unos metros más adelante, el Mercato del pesce al minuto, la lonja de pescado, en cuyos puestos se exponen pulpos, gambas, peces espada… Al borde del Gran Canal, algo embravecido por el temporal y desbordado en alguna de las terrazas próximas, merodean varias gaviotas, que se han vuelto urbanitas, desvergonzadas y violentas, y prefieren pescar entre las manadas de turistas sandwichs o cicchetti −los pintxos venecianos−, antes que peces en el mar.
Algunos locales y hoteles, de hecho, han llegado a ofrecer a sus clientes, para espantar a estas aves, pistolas de agua naranjas, un color que al parecer las ahuyenta. Tal vez por ello sobre la mayoría de las terrazas o sobre los barriles de los bacari, los bares venecianos, se ven brillar, como pequeños farolillos de color ámbar, copas de Aperol, uno de los aperitivos o spritz típicos, que últimamente también se está poniendo de moda entre nosotros (los spritz son cócteles en los que se combinan los proseccos, es decir, los vinos blancos o espumosos italianos, con agua con gas o soda y licores amargos como el Campari).
Cappuccinos y 'ciccheti'
Nos tomamos uno en Al Mercà, un pequeño local con la barra a pie de calle en el que abrevan y se mezcla una fauna de turistas, modernos y trabajadores del mercado, al reclamo de unos precios más que razonables. Y, ya animados, descendemos hasta la inevitable y siempre abarrotada Plaza San Marcos, en cuyos porches camareros con chalecos dorados despachan cappuccinos a precio de oro, y los violinistas tocan canciones de anuncios de perfumes caros. Algo más allá, al pie de la imponente fachada de la basílica de San Marcos, alzada como todos los grandes templos, para empequeñecer a la clientela de almas, los grupos de turistas se apiñan y entremezclan en un hormiguero humano, del que somos conscientes que formamos parte, pero que atravesamos agorafóbicamente en dirección al Puente de los Suspiros, en donde exhalamos uno de ellos cuando por fin conseguimos disparar la proverbial foto y abandonar el corazón taquicárdico de la ciudad en dirección a otro de sus famosos puentes, el de la Academia.
Desde allí nos dirigimos a la Punta della Dogana, un pico de tierra tras otra Basílica, la de Santa María della Sallute, que ofrece unas magníficas vistas de la desembocadura del Gran Canal. El sol, por fin, se asoma tímidamente y comienza a pintar con un verde resplandeciente el agua de la laguna.
De regreso al hotel, tras un minucioso casting a carteles y cartas de precios de diferentes bacari, entramos a uno de ellos, que por una vez no es la peor elección cuando ya te has rendido al cansancio, y en el que la cuenta −de nuevo, milagrosamente− no se dispara al pedir parabeber Hugo, otro spritz que ha irrumpido últimamente con fuerza, y un cicchetti de crema de bacalao (deliciosa).
En 'vaporetto' a Burano
Por la tarde, aprovechando el buen tiempo, decidimos visitar la colorida isla de Burano. Para llegar hasta ella hay que tomar un vaporetto, las barcazas que ofician como transporte público en la laguna de Venecia. Un billete con validez para setenta y cinco minutos cuesta 9,5 euros. El trayecto hasta Burano es de tres cuartos de hora, por lo que optamos por el billete para veinticuatro horas (veinticinco euros) pues a la mañana siguiente queremos tomar la línea 1, que es una manera económica de recorrer un canal (en este caso, además, el Gran Canal, de punta a punta) sin recurrir a las góndolas y sus precios estratosféricos.
Burano es un pequeño y encantador pueblito, con las fachadas de sus casitas pintadas de colores chillones, azul, rojo, amarillo, y una iglesia con la torre del campanario ligeramente inclinada (cuando nosotros la visitamos estaban restaurándola, sin llegar a enderezarla y perder así uno de sus reclamos turísticos). La isla se recorre de este a oeste y de norte a sur en un corto y agradable paseo, que depara luminosas fotografías.
En el viaje de vuelta el vaporetto hace paradas en otras conocidas islas, como la de Murano, con sus famosas fábricas de cristal, o Lido, y sus lujosas playas, pero a nosotros se nos va acabando el tiempo y el cansancio nos va haciendo mella (hemos pateado mucho estos días: Venecia se puede recorrer sin problemas a pie, aunque a veces haya que dar algún que otro rodeo para encontrar uno de los cuatro grandes puentes, o bien utilizar uno de los traghettos o transbordadores que cruzan de una orilla a otra el Gran Canal).
Dorsoduro y el gueto
Reservamos la última mañana para subirnos a la Línea 1 y, después, visitar Dorsoduro uno de los distritos más populares y animados de Venecia. Y, antes de abandonar nuestro barrio, Cannareggio, también recorremos el gueto judío ubicado en él, que fue el primero del mundo (de hecho, la palabra gueto proviene de este lugar).
Tras nuestro último paseo, encontramos, por fin, una cafetería en la que el precio de los machiattos y los cappuccinos no es exclusivo, así que pedimos también cruasanes rellenos de crema de pistacho (un ingrediente que hemos visto se añade con profusión a todo tipo de alimentos). Pero la buena fortuna ya ha terminado, y apenas el camarero deja el plato sobre la mesa de la terraza, siento sobre mi hombro un leve aleteo y veo una gaviota que se aleja llevándose limpiamente mi desayuno en el pico y que se eleva sobre el cielo, hoy ya sí, azulísimo de Venecia, y sobrevuela esta ciudad que a vista de pájaro semeja el cuerpo de un gran pez, con su sistema sanguíneo trazado con pequeños canales, recovecos y callejones; esta ciudad brutalmente turistificada pero capaz también de ofrecer todavía pequeños milagros; esta ciudad que, en fin, hay que visitar, al menos, una vez en la vida.
