La pasada primavera florecieron las aplicaciones de notificación de exposición al covid-19. A Europa llegaron más tarde. Pero por fin tuvimos una herramienta ágil para comunicar a la población su contacto con personas que luego habían confirmado su positivo. Meses después, conviene hacer un balance sobre qué tal han funcionado. La pandemia dejará muchas lecciones para la historia. El papel que están jugando los móviles y su instantaneidad, seguro que también será estudiado.

La primera aplicación fue la de Singapur. La lanzaron, nada más y nada menos, que a mediados de marzo (cuando aquí decretamos el primer estado de alarma). Posteriormente, lo hicieron otros cuarenta países. Algunos se las tomaban muy en serio. En Japón, por ejemplo, además de un test con resultado negativo, debes acreditar tener instalada una aplicación de rastreo para entrar. En Reino Unido, han calificado su proyecto original como un absoluto fiasco. Al tener que activar la ubicación, salieron las sombras de la privacidad constantemente. A nivel de privacidad, países desde Irán -poco sorprendente- o Noruega -sorprendente-, han tenido problemas. La iraní, denominada AC19, incluso fue bloqueada en Google Play, tras descubrirse que directamente era un instrumento para espiar del propio gobierno.

En este proceso se produjo un cambio importante con la implantación del acuerdo entre Apple y Google para que sus terminales hablaran el mismo lenguaje. El rastreo de la exposición se hizo más estándar. Esto, permitió detectar pasivamente la cercanía entre terminales -que no personas-. Cuando un ciudadano daba positivo en covid-19, recibía un código numérico de las autoridades sanitarias, que se debía introducir en la app. No hay nombres por medio, ni datos de geolocalización.

Aún así, son muchas las personas que simplifican el valor de estas apps como "aplicaciones para espiar". Poca evidencia ampara estas afirmaciones. Pero sí debe hacernos pensar que si rápidamente todos caen en esas generalidades, quizás es que el sector esté falto de confianza. Dudamos antes de leer las prestaciones. Por ello, otra de las lecciones aprendidas es que Facebook, Google, Amazon y compañía han traído una cultura de la duda sin beneficio alguno. Y que tenemos un largo camino para restituir esa confianza.

Según un estudio de la Universidad de Oxford, al menos el 60% de la población debía usar estas aplicaciones para que pudieran ser realmente efectivas. Ninguna sociedad ha llegado a esas cifras. En Nueva York, una sociedad digitalizada y naturalizada a este medio y con la pandemia desatada, la descargó un 5%. En España se calcula que está cerca del 15%, y su uso solo aumentó un 6% entre el 15 de septiembre y el 15 de noviembre según Smartme Analytics. En China, es obligatoria.

Otra de las lecciones que nos deja esta pandemia movilizada es la falta de coordinación. Podemos usar para explicar este problema a la propia España. En medio del caluroso Agosto, y en condiciones medianamente normales (recordemos que nos pasamos julio y agosto prácticamente como "todos los años"), el gobierno lanzaba la aplicación Radar covid. No se enteró mucha gente. Pero, peor aún, las comunidades autónomas parece que tampoco tenían mucha constancia. Con la aplicación ya publicada en las tiendas de aplicaciones (Android e iOS), las comunidades comenzaron a preguntar por el protocolo para la integración. Este problema podríamos bautizarlo como "menos tecnología, más coordinación", un título que di a un texto que publicamos en este mismo espacio a mediados de agosto alertando de este problema.

Problemas de privacidad, coordinación y confianza son un buen resumen de estas aplicaciones. Lo cual nos lleva a pensar que si bien tenemos más capacidades tecnológicas que nunca, estamos aún lejos de tener una madurez en su uso extendido. La velocidad no siempre es sinónimo de mejora y progreso. Y este el motivo por el que en mis clases suelo clarificar que innovar no implica aportar al progreso siempre. Las redes sociales son un buen ejemplo de ello. Pero las aplicaciones móviles, no están lejos de ello