AGRESIVIDAD CRECIENTE - Ya no son solo molestos, ruidosos, sucios o insalubres. De un tiempo a esta parte, los botellones se han convertido en violentos. Cada vez con más frecuencia, los diferentes cuerpos policiales que intentan disolverlos se encuentran con la resistencia activa y muy agresiva de los jóvenes a los que se conmina a dejar de beber. No hablamos de excesos verbales o pequeñas muestras de rebeldía propiciadas por la propia ingestión alcohólica. Los últimos episodios se han saldado con lanzamientos de objetos contundentes a los uniformados y en no pocas ocasiones con enfrentamientos cuerpo a cuerpo que han tenido consecuencias para la integridad física de los agentes.

¿POR QUÉ? - Cabría pensar, dada nuestra bibliografía presentada, que los ataques son un residuo del pasado y obedecen a motivaciones ideológicas. Y es verdad que ha habido determinados casos en los que se han dado esos condicionantes. Sin embargo, y aquí es donde llega la perplejidad por lo inesperado, la mayoría de los altercados recientes han estado protagonizado por chavales —pongamos de entre 14 a 25 años, aunque no solo— que no tienen una inclinación política determinada o que directamente pasan un kilo de política y de partidos. La pregunta inmediata es qué les lleva a revolverse con tal virulencia.

ETERNOS INFANTES - Me consta la respuesta de manual, que es tan vieja como la canción de Siniestro Total de hace cuarenta años: la sociedad es la culpable. No vamos a negar que haya su puntito de condena a la precariedad, perspectiva de un futuro negro o, tirando del comodín, fatiga pandémica mezclada con las alteraciones hormonales propias de la edad. Pero, a riesgo de parecer un viejo cascarrabias, me temo que también hay mucho de una educación (hablo del seno familiar, no del ámbito académico) no ya permisiva sino acolchada que ha fabricado legiones de eternos infantes con nula tolerancia a la frustración. Si no obtienen lo que quieren, se enfadan. Y mucho.

Contaba Carme Chaparro que le había enfadado mucho ver a un tipejo en un bar increpando a Ander Elosegi después de no conseguir medalla en la final de C-1 de Tokio. El energúmeno le gritaba "¡fracasado!" a la pantalla. Sin llegar a tanto, los medios caemos en lo mismo frecuentemente. Tratamos la no consecución de una medalla como fracaso. Y no es así.