ntre las cosas más básicas que hay que entender de la política está la diferencia entre auctoritas y potestas. Lo primero, que significa literalmente autoridad, se refiere a un tipo de poder basado en el reconocimiento social, lo que más modernamente algunos llamarían liderazgo. Lo segundo, en cambio, tiene relación con el poder formal, la capacidad para dar órdenes o establecer obligaciones. La distinción entre ambas categorías es en el fondo un asunto de relevancia ética. Quien tenga por todo objetivo ejercer potestades y no labrarse una autoridad, albergará el germen de la desviación de poder, porque actuará ajeno a cualquier compromiso personal e intelectual. Esta reflexión explica muchas de las cosas que estamos viendo en relación con la gestión política de la pandemia. No hay auctoritas por ningún lado, y en cambio todo es potestas. Durante los meses del confinamiento se ha desaprovechado la gran oportunidad que suponía tener a todo el mundo en casa mirando pantallas para trasladar con autoridad un mensaje de responsabilidad personal ante los contagios, cuya ausencia es la que hoy causa los rebrotes. Visto en perspectiva, ha sido ridículo tener a la gente escribiendo carteles de #yomequedoencasa en las ventanas o en Instagram, o haciendo del confinamiento una suerte de reto folclórico. TVE, la que mama nuestro impuestos, prefirió encargar una seriecilla cómica a un Bardem que estructurar una pauta de información cabal hacia el ciudadano, eso del servicio público. El resto de cadenas se dedicaron a lo de siempre, a dispensar cualquier cosa que les permitiera mantener anunciantes. Hoy es el día en el que tiene que salir, con toda razón, la consejera Indurain recordando a los jóvenes que han de pensar no sólo en ellos, sino en la posibilidad de que sean transmisores del virus a los mayores. Cien días recluidos que nadie ha empleado para asentar en la población la conciencia de ante qué amenaza estamos.

Auctoritas y potestas también en relación con el escenario competencial. A las Comunidades Autónomas se les ha traspasado la carga fundamental del control de los brotes en sus territorios, pero no disponen de la potestad legal para establecer restricciones que limiten el ejercicio de las libertades civiles, como los desplazamientos. De manera que ninguna consejería puede hacer otra cosa que ordenar normas de higiene interior, como el uso de mascarillas, y sentar recomendaciones aunque se revistan de instrucciones de obligado cumplimiento. Una humilde ley del año 1986 es la que faculta a los jueces para imponer confinamientos selectivos. Hoy es el día en el que las autoridades sanitarias autonómicas tienen que emplear su auctoritas como principal herramienta. Dicho de manera sencilla, tenemos que atender incondicionalmente las recomendaciones de los correspondientes departamentos de salud aunque sean sólo eso, recomendaciones, no decretos. Yo lo haría a ciegas. Confío en tantos cuantos trabajan en las consejerías de salud de Navarra o el País Vasco, y en el sólido sustento técnico con el que las decisiones llegan a las mesas de las consejeras.

Fernando Simón es un personaje controvertido y ante el que es difícil no tomar partido. Echaron mano de él cuando Soraya Sáenz de Santamaría asumió la micro-crisis española del Ébola, allá por 2014, y decidió que el portavoz del Ministerio de Sanidad había de ser un oscuro técnico al que nadie conociera. Pasó desapercibido Simón, pero permitió quitar el foco de la parte política del asunto. Años después lo vemos de nuevo en el atril, pero sobre todo en la cocina de muchas estrategias. Simón es hábil en el engaño por su frialdad y capacidad de emplear la terminología técnica de los mejores epidemiólogos. Pero es una persona henchida de potestas y carente de toda auctoritas. Ha sido un elemento pernicioso, cuyos mensajes han hecho mucho daño, objetivamente hablando. Además, no le ha importado ser cómplice activo en la escandalosa ocultación de las cifras de afectados y fallecidos, las mayores del mundo desarrollado en términos relativos. Contaba en una entrevista que no se peina desde los 12 años y que en su casa no se planchan las camisas. Si no entiende que mantener un aspecto aseado es la mínima señal del respeto que hay que tener para con los demás, tampoco es capaz de entender a quiénes debe prestar su servicio.

Durante el confinamiento se desaprovechó la gran oportunidad de trasladar con autoridad un mensaje de responsabilidad

Tenemos que atender incondicionalmente las recomendaciones de los departamentos de salud, aunque no sean decretos