iezmada por la crisis sanitaria, la ciudadanía trata de buscar certezas y sin embargo se topa con una cadena de despropósitos en la vida política e institucional que coloca a España como el relato más fiel del camarote de los hermanos Marx. Una tormenta perfecta para que aquello que se encuentre o pueda salir mal, sea aún peor. El Gobierno de coalición, con sus cuitas internas y una oposición escorada a la ultraderecha que se dedica a propagar incendios, se halla peleado con el Poder Judicial; mantiene una pugna con la Fiscalía, así como una relación tensa con la Corona, salpicada por los escándalos; e irrumpen personajes como el excomisario Villarejo que siembran una clara sospecha sobre cómo se ha desarrollado el periodo democrático que alcanza al mando policial; el combate partidista se vale de una pandemia y gestiones erosivas como la de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso; y el conflicto territorial, sobre todo en Catalunya, permanece enquistado, con los tres últimos jefes de Govern, el último el inhabilitado Quim Torra, prácticamente apartados por los poderes del Estado a cuenta del llamado procés.

El cónclave en Barcelona del pasado viernes entre Pedro Sánchez y Felipe VI, una vez resuelto el aniversario del 1-O y de aquella ingrata declaración del monarca tres días después, y con el Supremo habiendo apartado ya al president, llegó precedido de la polémica. Solo dos semanas antes, el Jefe de Estado se ausentó en la entrega de los despachos a los jueces, decisión forzada desde Moncloa, en un acto donde los contrariados magistrados acabaron gritando "¡Viva el rey!". El propio titular de Justicia, Juan Carlos Campo, verbalizó un "se han pasado" -por la reacción de los jueces- tras la exclamación antes citada. Lejos de mantenerse imparcial, Felipe VI telefoneó al presidente del CGPJ, Carlos Lesmes, para decirle que le "hubiese gustado" acudir. Una intromisión que llevó al ministro de Consumo, Alberto Garzón, a acusar al monarca de "maniobrar contra el Gobierno democráticamente elegido". Aunque Zarzuela aclaró que fue una llamada "de cortesía" sin carácter institucional, el vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, pidió "neutralidad política de la jefatura del Estado". Un líder de Unidas Podemos en puertas de ser imputado por el caso Dina, y que azuza aún más la presión de la derecha para que Sánchez le cese.

Además, desvincular a Felipe VI de las actuaciones del emérito, que huyó a Emiratos Árabes tras airearse sus presuntos comportamientos corruptos, es más que cuestionable al aparecer como uno de los beneficiarios de la Fundación Lucum. Más allá de la investigación judicial, la calle sabe ya que Juan Carlos I tenía dinero opaco que movía en paraísos fiscales como Suiza, al margen de su conducta personal con su antigua amante, Corinna Larsen, la misma que vio in situ una máquina de contar dinero en la sala de tesorería de la Casa Real, a la que regaló unos 62.000 euros, con quien hacía barbacoas en cuyas fotografías se puede ver al ex Jefe del Estado con el hijo de la princesa alemana, y quien ha denunciado que Sofía de Grecia y Mariano Rajoy maniobraron para que el entonces rey abdicara.

Paralelamente, la Justicia parece caducada. La Constitución obliga a la renovación de los órganos más importantes del Poder Judicial. Al CGPJ le da un periodo de cinco años tras los que sus miembros tienen que ser renovados, parte de ellos por el acuerdo de una mayoría de tres quintos en Congreso y Senado. Pero la ejecución de esa orden constitucional no es posible por el bloqueo del PP, que rompió las negociaciones con el PSOE para llevarlo a cabo este verano. Lo mismo ocurre con la renovación de otros órganos como el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas o el Defensor del Pueblo. La composición actual del gobierno de los jueces corresponde al de la mayoría absoluta de Mariano Rajoy en 2011 y sus nombramientos siguen esa estela. La reforma de la Carta Magna como vía de solución al entuerto se antoja compleja. En la carrera fiscal, para colmo, no van mejor las cosas después de que Sánchez situara a la exministra Dolores Delgado al frente del Ministerio Público.

Más aún, cuando su número dos, Luis Navajas, desveló recientemente presiones de fiscales de la derecha para que respaldara las denuncias contra el Gobierno por la gestión de la pandemia. Entre ellas, la procedente de una ex fiscal general y hoy fiscal del Supremo, Consuelo Madrigal. La institución siempre ha sido controvertida. De hecho, al líder del PSOE se le escapó hace meses que la Fiscalía depende de él cuando prometió en campaña que traería de vuelta desde Waterloo al president en el exilio Carles Puigdemont y, aunque días más tarde rectificó, reflejó así la certeza del movimiento unidireccional en ese ámbito.

En esta crisis sistémica, especie de Watergate, el PP siempre anda por medio. Forma tándem junto a Vox como líderes de la bronca en el Congreso tras no haber digerido aún la moción de censura que le desalojó del poder y justo cuando el partido de Santiago Abascal presenta una pero para erosionar a Pablo Casado. La sucesión de escándalos en Génova 13 no cesa. "Las maldades que me han encargado para salvarle el culo al Barbas (Rajoy)", declaró el excomisario de policía José Manuel Villarejo, que tejió durante años una "mafia policial", tal y como lo definen los investigadores, para amasar mucho poder y dinero. En nombre de la Policía, y en el suyo propio, habría atesorado hasta 25 millones de euros, de los cuales más de 16 eran en bienes inmuebles, según el sumario. Villarejo supo codearse con los gobiernos de turno y ofrecerse para hacer aquellos trabajos que nadie quería, pero para nada a precio de saldo. Grabó todas las conversaciones y guardó pruebas como herramientas de extorsión y chantaje. El mejor ejemplo es la operación Kitchen. Al parecer, el Ejecutivo de Rajoy encargó robar documentación al extesorero del PP Luis Bárcenas que podían haber hecho caer al entonces presidente. El caso del excomisario es un fenómeno casi sin precedentes en la Europa democrática y pone de relieve que determinados mandos de la Policía pudieron ser utilizados para taponar una importante investigación judicial. En lo político, el PP ha perdido a la franja más dura de su electorado tradicional y la acumulación de escándalos le impide captar nuevas adhesiones en sectores más sosegados.

La guerra se traslada a la riña entre el Gobierno español y el de la Comunidad de Madrid, con la presidenta Díaz Ayuso erigiéndose en ariete contra Sánchez y la Justicia tumbándolas restricciones decretadas por Sanidad. El 18 de septiembre, la lideresa decidió confinar 37 áreas, curiosamente las más humildes, provocando las protestas de los vecinos que aseguraban que los criterios no eran científicos sino políticos. El 21 de septiembre, el socialista y la dirigente popular se reunieron para crear un grupo de cooperación con todas las florituras y arropados por dos docenas de rojigualdas. El 24 de septiembre, el ministro de Sanidad, Salvador Illa, anunciaba "semanas duras" para los madrileños. El 25 ya se escenificaba el desacuerdo con dos ruedas de prensa paralelas y apenas al día siguiente aquella especie de pacto por la salud saltó por los aires y dimitió el portavoz del Grupo covid-19 para la capital. Luego lo haría el consejero de Asuntos Sociales, mientras Ayuso y su vicepresidente, Ignacio Aguado, de Ciudadanos, todo un matrimonio de conveniencia con fecha de caducidad, se han ido enzarzando por el recurso presentado ante los tribunales por el cierre de Madrid, que por sorpresa echó abajo las medidas impuestas por Moncloa por afectar a derechos y libertades fundamentales. Hasta que el viernes Sánchez decretó el estado de alarma. Una jaula de grillos.

Y entre tanto, el Ejecutivo de coalición PSOE-Unidas Podemos, plenamente legítimo pero con una mayoría parlamentaria difícil de coagular, busca la aprobación de los Presupuestos con la mayoría del bloque de la moción de censura aunque durante semanas Sánchez le haya hecho ojitos al partido de Inés Arrimadas, para enfado de su socio de gobierno. El objetivo es enterrar al fin las Cuentas de Cristóbal Montoro pero para ello hay que atraer a un sector independentista torpedeado con la inhabilitación de Torra y a quien se ofrece como señuelo la tramitación de indultos a los líderes soberanistas encarcelados, que lo que demandan es la amnistía y el derecho de autodeterminación, en un contexto donde la mesa de diálogo bilateral quedó prácticamente extinguida con el inicio de la pandemia y a expensas de que el próximo 14 de febrero discurran una elecciones que puede alterar la mayoría dentro del secesionismo aunque sea este lado del tablero el que siga imperando en Catalunya.

En toda esta amalgama o apología del desmoronamiento solo se salvan los acuerdos entre patronal y sindicatos referentes a los ERTE o a la legislación sobre el teletrabajo. Por todo ello, no es de extrañar que el Estado español sea el país europeo más golpeado por la extensión del coronavirus y el territorio de la UE que encara unas consecuencias económicas mucho más delicadas mientras los trapos sucios se sigan exhibiendo sin pudor.

La discutida presencia o no de Felipe VI en Barcelona no es más que otro episodio de una monarquía cercada por el escándalo y la presunta corrupción del huido emérito